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En el laberinto de la violencia

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En el laberinto de la violencia

16 Abril 2014
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Artículo publicado en la Revista Digital SUBLIMARTE 2 (edición de marzo ’14) 

A pesar de que hace algún tiempo que ejerzo en Madrid como arteterapeuta gestalt, cuando el pasado otoño llegué a San Francisco, Estados Unidos, invitada por La Red Latina en contra de la violencia doméstica y de género (https://www.laredlatina.org/) para participar en su tercera conferencia anual e impartir talleres de arteterapia entre los colectivos que forman parte de la misma, me sentí una principiante. Después de todo, aun teniendo en cuenta mi profunda implicación emocional en temas de género, nunca antes me había expuesto a la dramática situación de personas atrapadas en ese laberinto de abuso y violencia. El reto al que me enfrentaba, y la pregunta que ponía por delante antes de preparar cada taller era: ¿qué puedo ofrecerles que les resulte de ayuda para afrontar esa dolorosa situación vital? Parte de esa respuesta me fue dada espontánea y paulatinamente a través del contacto que mantuve con ellas y ellos, y que os comparto a continuación.

 

Harían falta muchas páginas para recoger todas las cosas que sucedieron y que viví durante los meses que duró mi experiencia allí, pero quiero rescatar aquí lo que fueron grandes aprendizajes para mí, tanto a nivel profesional como personal. Os podrá chocar que haga referencia tanto a ellas como a ellos, y es porque también tuve la singular oportunidad de trabajar con un grupo de hombres que, simplificando al máximo se podría decir que experimentan problemas con la gestión de la agresividad.

 

El primer aprendizaje consistió en un baño de humildad durante mi primer taller, que tuvo que ver con reconocer mis propios límites como terapeuta, pues tras el relato de acontecimientos extremadamente traumáticos, sumados a la expresión de dolor profundo por parte de una de las participantes, sentí que tenía que hacer algo para minimizar su sufrimiento. La realidad, sin embargo, es que no podía hacer nada, tan solo estar presente, mostrar mi compasión y compartir mi emoción con ella.

 

Enseguida entendí que tenía que esta abierta a lo que pudiera suceder, ya que nunca podemos tener certeza del estado emocional de las personas que acuden a la sesión de terapia, ni de qué propuesta artística o actividad, por inofensiva que parezca, puede hacer brotar emociones difíciles de manejar. La experiencia me confirmó lo sanador que resulta facilitar que la persona diera salida a su emoción, ya fuera a través de la expresión plástica, verbal o física, para una vez aliviada, asegurarme de que solicitara lo que necesitaba. En las ocasiones en que la persona se quedaba atascada en su doloroso estado, trataba de hacer que “regresara al presente”, pidiéndole que centrara la atención en su cuerpo, por ejemplo poniéndolo en movimiento. Casos como el anterior me llevaron a desarrollar una fina auto escucha y continua auto supervisión. Por un lado, a cada momento me preguntaba qué me estaba pasando a mí con lo que tenía delante, averiguando si mi respuesta tenía más que ver con hacérselo fácil a ella o a él, o a mí: alguna vez me apresuré a intentar “sacar” a alguien de su dolor, dándome cuenta del miedo propio a experimentarlo. Por otro lado buscaba hacerme consciente en todo momento de las propias capacidades y limitaciones, no aventurándome proponiendo cosas que después no supiera cómo manejar.

 

Parte fundamental de mi labor terapéutica, como he señalado anteriormente, consistió en facilitar que todas las personas expresaran lo que necesitaban, muy especialmente sus emociones, elaborándolas después. Para lo cual las propuestas de expresión artística funcionaron como un potente catalizador. Una de las ventajas que aporta el arteterapia es que facilita que emociones bloqueadas y aspectos inconscientes de la experiencia vital del/la paciente salgan a la luz, se materialicen y cobren realidad física, dándole a la persona la oportunidad de entablar una comunicación con unas u otros para poder reapropiárselos después. “Al final sale lo que está ahí” comentó una mujer, sorprendida. Un ejemplo de esto surgió al pedirles que dibujaran su “línea de la vida”, cosa que facilitó que pudieran observar su trayectoria desde fuera, invitándoles a reflexionar sobre cómo habían vivido hasta el momento actual, y a que empezaran a plantearse otras preguntas.

 

Lo siguiente más importante que aprendí fue a escuchar de manera desidentificada y desprovista de juicio. Como es fácil de imaginar, muchos de los testimonios de esas mujeres y hombres eran desgarradores: unas y otros comparten experiencias de abandono y/o abuso sexual durante la infancia, ser testigo y/o víctima de violencia familiar, intentos de suicidio, muerte de los progenitores, adicciones al alcohol y otras sustancias, cárcel, inmigración ilegal y desarraigo (todas/os ellas/os son emigrantes en EEUU), e incluso conflictos de guerra. Aprendí que ni para unas ni para otros la vida había sido nada fácil -y seguía sin serlo-. Continuaban sintiéndose atrapadas/os y estaban pidiendo que yo les ayudara a salir. De modo que la respuesta que provocaban en mí los relatos que contenían conductas anti-sociales era de una profunda compasión por todo ese sufrimiento mezclado con impotencia, lo cual no lleva unido que justifique dichas conductas en ninguna forma. Así, la empatía que me brotaba procuraba transmitírsela a través de una escucha activa y mostrando verdadero respeto por sus vivencias.

 

Pronto se hizo manifiesto, no solo a través de sus relatos sino también de sus producciones artísticas, lo dañada que se encontraba la autoestima de algunas/os. Y entendí que para empezar a reconstruirla y más adelante fortalecerla, el primer paso era permitir que todas/os pudieran sentir que tenían un espacio, una presencia y una voz, y que son importantes, independientemente de su conducta: fueron muchas las ocasiones en que opté por dejar a un lado el programa que traía preparado y darle prioridad a que comunicaran ante el grupo aquello que estaban necesitando compartir, contribuyendo a que sintieran escuchadas/os, aceptadas/os y cuidadas/os, vivencias todas de las que adolecían. Así pues, una vez iniciada cualquiera que fuera la actividad, me paseaba por los grupos ofreciendo apoyo y asistencia, procurando dar atención individualizada cuando presenciaba que alguien estaba experimentando una dificultad con la propuesta o con la aparición de una emoción intensa.

 

Otro gran aprendizaje personal fue flexibilizar mis propuestas e intervenciones: apartar a un lado mi ego para adaptarme a las necesidades de las personas que allí acudían. Por ejemplo, en algunos grupos era habitual la presencia de comida y bebida en el espacio de trabajo, a la vez que desarrollamos la actividad plástica, y la razón no era otra estaba en que, para muchas de estas personas, esa probablemente iba a ser su única comida completa del día. No era una cuestión pues de esperar que el grupo se adaptara a mi programa y expectativas, sino que comprendí que era yo quien estaba allí para ponérselo fácil a ellas/os. Del mismo modo, tenía que incorporar impuntualidad y abandonos a mitad de sesión, con la consiguiente alteración del ritmo del taller. Además, en alguna ocasión necesité “negociar” con el/la coordinador/a del grupo para permitir que el trabajo tuviera lugar, compartiendo parte de la autoridad que otorga el papel de terapeuta, y llegado el caso, como cuando de repente algunas mujeres aparecían al taller con sus hijos pequeños, hube de  cambiar radicalmente el programa.

 

Por otra parte también me di cuenta de que muchas personas habían dejado atrás la fase de sufrimiento agudo y se encontraban en plena etapa de reconstrucción de su autoestima y empoderamiento. A este hecho atribuí que, independientemente de la propuesta artística y del resultado observable a partir de esta, en los espacios dedicados a compartir verbalmente muchas/os optaban por destacar tan solo aspectos positivos, congratulándose por sus grandes avances. Decidí en estos casos respetar su respuesta evitativa, y el nivel de profundización al que estaban dispuestas/os a llegar en ese momento, y validé y apoyé sus aportaciones. Asimismo, fui consciente de mi papel de “arteterapeuta invitada”, por lo que estimé contraproducente recurrir a la confrontación, ya que ésta hubiera favorecido el que se cerraran emocionalmente en vez de abrirse. Se trató pues de un trabajo de empoderamiento: reafirmación en sus esfuerzos, y felicitaciones por sus logros, que en muchos casos incluían el atreverse a realizar propuestas percibidas como amenazantes, como lo era, sin ir más lejos, dibujar.

 

Un aspecto decisivo para el éxito de cualquier terapia, especialmente con estos grupos, es sin duda el cultivo de la confianza. Y para sembrarla y empezar a estimular la apertura, comenzaba por subrayar que los talleres constituían un espacio de confidencialidad y de protección. De ahí que optara por no retarles para que salieran de su zona de confort hasta haber percibido que el vínculo terapéutico y con el resto de compañeras/os fuera suficientemente sólido. Con ese objetivo en mente, pedía que compartieran sus experiencias en parejas-tríos, pues los grupos pequeños, al resultar menos amenazantes que exponerse delante de todo el grupo, facilitan la apertura, a la vez que promueven o consolidan los vínculos emocionales entre ellas/os. De igual forma quise poner énfasis en el ejercicio de la escucha y el respeto, así que sugerí que solicitaran de su compañera/o que les escuchara “tal como querría haber sido escuchada/o y respetada/o en su vida”.

 

Muchos de los testimonios durante la recogida verbal me confirmaron lo importantísimo que es estrechar lazos entre compañeras/os, porque la fuerza que proporciona el grupo constituye, especialmente en estos casos de personas afectadas por la violencia, el motor más poderoso para el empoderamiento y el cambio, ya que elimina la sensación de soledad y aislamiento, fortalece el sentimiento de pertenencia y a su vez les permite sentir que son personas valiosas/os y que contribuyen al bienestar común. A veces es únicamente en el grupo donde encuentran apoyo, ya que la familia, o bien está ausente o directamente se lo niega.

 

Parte de la estrategia para establecer esa confianza, esta vez terapéutica, era la muestra de respeto por mi parte ante sus dificultades y sus propios ritmos. De ese modo, ante la resistencia a llevar a cabo una consigna, les informaba de que todas las propuestas eran voluntarias, y les otorgaba libertad para hacer o no, respetando su decisión; asimismo, les tranquilizaba ayudando propiciaba que rebajaran su auto exigencia, proponiéndoles que se enfrentaran a la tarea amenazadora -generalmente de expresión plástica- como si fueran niñas/os pequeñas/os. El objetivo era que la persona pudiera percibir que es aceptada/o, independientemente de que eligiera realizarla o no, y del resultado de su obra o acción. Esto por supuesto no quiere decir que me desentendiera una vez lanzada la propuesta. Para mí la clave estaba en no dar por sentado que me habían entendido, así que me cercioraba preguntándoles de vez en cuando si lo que estaba exponiendo o proponiendo tenía sentido para ellas/os. En todos los casos respeté el resultado, incluso en ocasiones en que se saltaron la consigna completamente. Tuve la intuición, errónea o no, de que cada persona entiende e interpreta las cosas en un momento dado como necesita entenderlas. El único límite que puse fue que no interfirieran en el trabajo de los/las demás. En cualquier caso les invitaba que reflexionaran sobre su decisión, es decir, sobre el “para qué” de su comportamiento.

 

Otro ingrediente que contribuyó a disolver barreras y crear acercamiento fue el mostrarme auténtica, dejando ver mi propia emoción cuando “resonaba” con la de alguna persona del grupo; también, satisfaciendo su curiosidad natural hacia mi persona y respondiendo sus preguntas, en tanto no las percibiera como una intromisión gratuita; y por supuesto admitiendo que no tenía todas las respuestas ni recetas milagrosas.

 

Hablando de recetas milagrosas, a veces tuve que frustrar demandas poco realistas, como era la petición expresa en el grupo de hombres, para que les proporcionara herramientas para eliminar la ira. Mi respuesta genuina fue que no podía. Traté de explicarles que cambiar un comportamiento no deseado pasa por un proceso de búsqueda, hallazgo y transformación consciente. Primero es preciso que indaguemos en nuestros comportamientos, tomando conciencia de nuestras respuestas automáticas, llegando a la raíz de las mismas, o lo que es lo mismo, llegar a conocer a fondo nuestro “personaje” y las necesidades que éste está persiguiendo satisfacer mediante dicho comportamiento. El segundo pasa por mucha auto observación compasiva hacia nosotras/os mismas/os cuando nos sorprendemos “in fraganti”, y solo más adelante, a través del ensayo de otros nuevos comportamientos que den precisamente lugar a la satisfacción de aquellas necesidades, podremos liberarnos y transformar para sanar.

 

Para concluir esta experiencia diré, que algo que ha marcado un antes y un después en mi percepción del fenómeno de la violencia doméstica ha sido comprobar de primera mano que tanto las personas a las que se inflige -generalmente mujeres-, como las personas que la ejercen -generalmente hombres-, padecen sus consecuencias a un nivel tan profundo que impregna todos los ámbitos de su existencia, incluido y por encima de todo su sentido de identidad. Pude confirmar que la violencia familiar no es sino un síntoma de un sinfín de problemas cuya raíz tiene su origen en el patriarcado en el que se inscriben nuestras culturas. No obstante, he preferido dejar el debate ideológico para otra arena y centrarme aquí en las cosas que nos pueden ayudar a acercarnos a estas personas con una mirada más abierta y de esa forma, como terapeutas, poder acompañarles mejor en su camino hacia la sanación.

 

En ese camino nos encontramos muchas personas, terapeutas incluidas/os, y yo me siento muy privilegiada y en gran medida honrada de haber tenido la oportunidad de conocer a seres humanos poseedores de una fortaleza increíble, y estoy infinitamente agradecida a ellas y a ellos por haberme permitido entrar en sus vidas y por compartir conmigo un cortito tramo de su ya iniciado recorrido de salida del laberinto. 

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