¿A qué huele el tiempo?
Acerca de la contemplación, la narración y la lentitud.
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¿A QUÉ HUELE EL TIEMPO?
Acerca de la contemplación, la narración y la lentitud.
“… la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos”.(Alejandra Pizarnik)
Te propongo algo, desconocido lector, viajero, curioso o simplemente otro. Te propongo imaginar un viaje, uno de esos que se hacen tanto, en tantos lugares del mundo. Uno de esos viajes en los que se cuenta con catorce días para conocer veintiún ciudades. ¿Vienes? A partir de que se llega al aeropuerto inicia una carrera agotadora, no, aún antes: asegurarse de que no se olvidan los boletos, los pasaportes, los dólares, las medicinas. El vuelo que se retrasa, que ocurre al fin, las horas en las que apenas y se pueden estirar las piernas, ese extraño no-lugar que es el avión. La mínima muerte que es el aterrizaje. Esperar las maletas. ¿Por qué aparecen todas menos las nuestras? Un autobús nos lleva a una ciudad que hay que recorrer tan aprisa como se pueda porque contamos con seis horas antes de partir a la siguiente ciudad. En el mapa arrugado están marcados los sitios que debemos conocer, mirar, fotografiar. No podemos decir que estuvimos en esa ciudad si no llegamos a esos lugares, llámense cómo se llamen: la Torre Eiffel, El Coliseo Romano, las enormes filas, los restos del muro de Berlín, la bendición del Papa, los ejércitos de japoneses con el mismo sobrerito blanco, La Gioconda, Las Meninas, El Nacimiento de Venus, una pizza horrible, London Eye, La Venus de Milo, helados deliciosos, el Puente de los Suspiros, el Partenón, espectáculo de flamenco, los Girasoles, los pies adoloridos, La Fontana de Trevi… hace falta verlo todo, y no sólo eso, hace falta también poseerlo a través de la cámara fotográfica: selfies que confirmen que efectivamente estuvimos allí. Pero hay que apresurarse, ya es tiempo, se hace tarde, nos espera el autobús o el tren que nos llevará a la siguiente ciudad donde hay otras cosas que es necesario ver y atrapar. Despertamos en una ciudad y dormimos en otra. ¿En dónde dijimos que estábamos? Ya quedan menos días, ampollas en los pies, los paisajes se confunden. Casi con alivio nos damos cuenta que ha llegado el tiempo de volver. De nuevo corremos hacia el aeropuerto, que no se olvide nada. De nuevo las filas, de nuevo la espera. Volamos. El avión toca tierra y estamos en casa. ¿Qué queda de ese viaje? Acumulación más que experiencia. En realidad muy poco: fotos, postales, souvenirs, jet lag, nada. Recuerdos borrosos que se mezclan y que se olvidarán pronto ante la expectativa del próximo viaje. En el fondo hay voracidad, las ganas de poseerlo todo, de estar en todos lados, de no perderse de nada. Acumular, alcanzar, consumir, poseer.
Un viaje, sí. ¿Pero no es ésta una metáfora de la vida que vivimos? ¿Te resulta conocido? Vivimos a prisa, corriendo siempre o casi siempre en pos de algo. El grito del despertador es como el disparo de salida para una carrera que dura todo el día. Miramos el reloj, seguros de que llegaremos tarde. Medimos nuestro tiempo en minutos, en segundos que vuelan. “¿Qué es un reloj? –se pregunta Vivian Abenshushan- Una forma de parcelar la existencia en fragmentos definidos y actividades reglamentadas. Un adorno con funciones policiacas”. (2013 p.41)
Siempre hay algo que hacer, algo apremiante que en un futuro inmediato nos espera. ¡Y cómo tardan en llegar las respuestas a nuestros mensajes! ¡Cómo tarda en encender la computadora! ¡Cómo tarda en freírse el arroz! ¡Cómo tarda en moverse el auto de adelante cuando el semáforo se pone verde!
Así llegamos al consultorio. Así llegamos al salón de clases. Así llegan nuestros pacientes y alumnos. ¿Podemos ofrecer algo distinto? ¿Podemos cocrear con ellos un tiempo que no sea ese tiempo vertiginoso, un tiempo que permita la pausa, el silencio, la conversación, la contemplación; quiero decir, un tiempo otro?
Un tiempo que se fragmenta
Hace mucho, mucho tiempo (así empiezan los relatos) vivimos en un tiempo que se regía por las estaciones del año, por la salida y la puesta del sol, por las fases de la luna, por la respiración de las mareas, por los ritmos de la siembra y la cosecha. Un tiempo ciertamente lento donde era necesaria la paciencia y la espera. No puede adelantarse el florecimiento de un árbol, ni la plenitud de la luna, ni la llegada del otoño. No podemos sino esperar que sucedan a su tiempo. No sirve la prisa.
Más tarde dividimos el tiempo en años, meses, días, horas; entonces eran las campanas de los templos y el canto del muecín (esas voces que hoy parecen antiguas, ecos de un eco) los llamados que marcaban el compás de la vida. Era un tiempo que coincidía con el ritmo del corazón, de los pasos al caminar, de las manos del artesano.
Hoy habitamos otro tiempo: lo medimos en minutos, en segundos, en fracciones de segundo, en fracciones de fracciones. No hay pausas y no soportamos las esperas. Pareciera que todo ocurre o debe ocurrir de inmediato, todo sucede aquí, un evento y otro evento y otro evento se sobreponen, se enciman. Antes de digerir una noticia aparece la siguiente, y luego la siguiente. Nos quedamos con fragmentos inacabados, imágenes que duran unos pocos segundos, desbocadas; y ruido: voces, músicas, protestas, gritos, proclamas, anuncios, disparos… Un tiempo éste que se parece tanto a ir en el coche, somnoliento, sintiendo que llegaba tarde a la escuela mientras el radio nos torturaba con aquella cantaleta de: “Es hora de invertir en valores Banobras… Pascual, fruta sana en su bebida refrescante… Para muebles, ni hablar, solo Baltasar, la esquina que domina, Aldama y Mina, Buenavista… Telas Junco, Centro, Satélite y Tacubaya… Maestro mecánico Marcos Carrasco… Por su regio sabor y deliciosa suavidad la cerveza es Corona… XEQK proporciona la hora del observatorio misma de Haste, Haste un nuevo concepto del tiempo… Siete de la mañana veinticinco minutos, siete veintininco…”
Habitamos una época extraña donde, como nos recuerda Josep María Esquirol (cfr. 2009 p.75-83), nada es más importante que estar informado y consumir, donde nos hemos acostumbrado a usar términos económicos para hablar del tiempo: el tiempo es oro, el tiempo se pierde, se gasta, se ahorra; donde el tiempo es un recurso como cualquier otro recurso. Una época donde tenemos acceso, como nunca antes, a una increíble cantidad de información, pero casi nada nos toca. Todo pasa ante nuestros ojos sin que nada nos pase. Es que la información, los datos, los bites no son experiencia (cfr. Han 2014 p.44). La experiencia supone tiempo: pasado y futuro, comprensión temporal. La información está vacía de tiempo y no tiene aroma.
“En un par de siglos, la velocidad se ha convertido en el gran absoluto alrededor del cual se organiza todo el sistema, desde las teorías científicas hasta la vida cotidiana, el trabajo, la educación, la comida, los sentimientos. El ritmo de la ciudad global, con su horario 24/7 (a todas horas, todos los días), nunca se interrumpe (…) La velocidad que celebraban los futuristas nos parece menos atractiva que entonces, tal vez porque ha dejado de ser un medio a nuestro servicio para convertirnos en sus sirvientes”. (Abenshushan 2013 p.56)
Pero si todo es inmediato, si todo está aquí, si todo parece simultaneo, si el pasado y la historia desaparecen en el momento mismo en que miramos hacia otro lado, el tiempo deja de tener la lógica del proceso, del antes y del después, y deja también de tener sentido. Es por eso que Byung-Chul Han dice que envejecemos sin hacernos mayores, sin crecer; que ya no podemos morir sino sólo expirar (cfr. 2014 p.14). Morir significa que el tiempo, nuestro tiempo, ha terminado; que una vida llega a su fin; significa que caminamos un camino, grande o pequeño, largo o breve; que nos ocurrieron cosas, que se tuvieron experiencias, que fuimos conmovidos y transformados por acontecimientos, que nos encontramos con otros, que inventamos sentidos y que esa historia al fin llega a su fin. Acabar es sólo eso: acabar. No hay una historia atrás, no hay posibilidad de encontrar sentido. Simplemente se acabó el tiempo. Para Han, lo grave no es la velocidad sino la discronía y la dispersión (op.cit p.37), es decir, un tiempo roto en pedacitos que no tiene secuencia, donde todos los momentos son iguales entre sí, indistinguibles; donde las personas sumidas en ese tiempo también se vuelven iguales, masa, multitud que es nadie. ¿Qué hay para contar si todo es lo mismo, si todos somos lo mismo? Un tiempo así no pueden narrarse ¿Y que es nuestra identidad sino la narración que hacemos de nosotros mismos?
“Vivimos en un tiempo de olvido de la narración. Y este olvido es una muestra más de la negación del Otro, de la muerte del Otro propia de la modernidad. Y la educación, en el olvido de la palabra narrada, se ha vuelto cada vez más una transmisión de capacidades técnicas y de conocimientos, hasta el punto que ella, la educación, en sí misma, está siendo considerada una tarea técnica. El ser humano, desde esta perspectiva, pierde su humanidad, porque se preocupa exclusivamente por el éxito en el momento presente, y por un futuro en el que cada uno puede ser feliz al margen de los otros. (Mélich 2000 p.138)
Sin embargo, no es raro que la prisa de nuestros pacientes y nuestros alumnos nos contagie. También nosotros buscamos esa pastilla que cure mágicamente o esa solución definitiva al problema. Buscamos obsesivamente una respuesta olvidándonos de la riqueza de las preguntas. También llevamos la impaciencia al salón de clases y en lugar de educadores nos convertimos en perseguidores de objetivos, de logros, de evidencias. Muchos alumnos quedan rezagados en esa carrera porque su ritmo es otro y con frecuencia los dejamos atrás, no podemos detenernos por ellos porque quedan muchas metas qué conseguir.
Y todo, o casi todo, caduca, deja de servir muy pronto, pasa de moda. Aún más: está hecho para caducar; entonces es necesario desechar y luego consumir de nuevo, y volver a desechar y volver a consumir, cada vez más rápido, vorazmente. Da lo mismo si lo que consumimos es un teléfono celular, un mango, una computadora, una ideología o un ser humano. Por supuesto, allí hay una pregunta ética que no nos hacemos, pero es que para hacer esa pregunta necesitaríamos un tiempo, una pausa, que no tenemos.
Un tiempo para contemplar.
Pablo Fernández Christlieb dice (2012) que en la rapidez y la prisa el presente es un obstáculo o un estorbo que impide estar en el momento siguiente, allá y después. Lo que importa es terminar las cosas y no su proceso, mucho menos la belleza con que se hagan. No hay tiempo para la belleza ni para la contemplación.
Comencé estas palabras invitándote a imaginar un viaje. Ahora te propongo, lector, viajero, curioso, otro, que pensemos en un viaje diferente. De nuevo catorce días, pero esta vez para conocer un pequeño pueblo, una parcela de bosque, un jardín. O aún más: catorce días para conocer un árbol, la luz en una ventana, un solo poema. La prisa se detiene, la respiración se serena. Podemos mirar, oler, escuchar, tocar. Podemos demorarnos. Linda palabra: demorarse. Los detalles importan, aún los que parecen insignificantes. Hay tiempo para lo pequeño, lo silencioso, lo escondido, lo que se pasa por alto, lo que no se ve a la primera, lo que exige mirar de nuevo. ¿Cómo cambia la sombra de un árbol durante las horas del día? ¿Cómo se transforma la luz en la ventana si el día está claro o nublado, si es de mañana o de tarde? ¿Qué ruidos surgen por la noche? ¿Qué nuevas imágenes evoca el mismo verso cuando lo leo por sexta vez?
La contemplación es un mirar apasionado. Por supuesto hay en ello una renuncia: la de poseerlo todo. Y hay también una cierta derrota: saberme limitado, pequeño; no poder conocerlo todo, mirarlo todo, devorarlo todo. A cambio puedo profundizar y contemplar una pequeña parte. Y aún habrá aspectos de esa pequeña parte que me sean inalcanzables y permanezcan en el misterio. Al contemplar siempre nos damos cuenta de que algo se nos escapa. Cuando contemplo así, desde esta lentitud, puedo dejarme tocar por lo que miro, puedo ser afectado, conmovido, transformado. “Cuando hay mucho, hay que verlo poco y cuando hay poco podemos verlo mucho”. (Fernández Christlieb 2012) Lo más sencillo puede convertirse en un acontecimiento, esto es, eso que irrumpe y parte el tiempo, que me pone en duda y me obliga a reconstruir lo que creía hasta entonces.
La contemplación no es inmediata; con frecuencia, lo que pretendemos mirar se oculta, se vuelve esquivo o tarda en revelarse. “El goce inmediato no da lugar a lo bello, puesto que la belleza de una cosa se manifiesta, mucho después, a la luz de otra (…) Lo bello no es el resplandor o la atracción fugaz, sino una persistencia, una fosforescencia de las cosas”. (Han 2014 p.75) También la espera, la distancia y el misterio nos permiten apreciar algo en toda su profundidad. Gabriel Josipovici, en La Terapia de la Distancia (1998 p.93-100), habla de la importancia de la peregrinación para llegar a un lugar sagrado. Lo sagrado no está a la vuelta, no se muestra de inmediato. Los peregrinos hacían un largo camino (una larga espera) que los preparaba para encontrarse, al fin, con aquello. Esa espera, esa lentitud, ese aplazamiento, los hacía apreciar en toda su dimensión el misterio que se guardaba en los lugares santos. Andar, recorrer el camino, demorarse, esperar.
Hace falta tiempo para mirar lo que solemos no ver. En la especialidad de Pedagogía de la Experiencia, propongo a los alumnos un pequeño ejercicio: antes de iniciar con el tema de cada clase, cada uno comparte con el grupo alguna imagen que por la razón que sea llamó su atención en el transcurso de lo que va del día. Allí se narran pequeñas sorpresas: un perro trepando una escalera, un hombre mordiendo una torta de tamal, un niño adormilado, un escote moreno, la particular forma de las nubes. Aprendemos a mirar lo que no veíamos. Con el paso de las semanas descubrimos que la prisa nos ha impedido contemplar los discretos milagros de cada día.
En esta vorágine de la prisa olvidamos que las cosas no sólo están para consumirse o usarse, sino también para contemplarse.
Santiago Alba dice (cfr. 2007 p.168-172) que nos relacionamos con las cosas y con el mundo de tres formas: desde el hambre, desde la utilidad y desde la maravilla. Hay cosas que nos comemos y que al comerlas se agotan, es decir, duran poco. Actualmente nos relacionamos así con casi todo: lo tomo, lo consumo, lo trago. Y poco después necesito más. Se trata de un hambre inagotable. Hay otras cosas que duran más y que sirven para algo, tienen utilidad, se usan. Se desgastan despacio. Incluso dejamos de verlas porque sólo miramos su utilidad. ¿Cómo funciona un lápiz? No importa mientras me sirva. Un día dejan de servir y son desechadas.
Pero también hay otras cosas o quizá otro modo de relacionarme con ellas. Una relación que va más allá del consumo y la utilidad. Puedo admirarlas, contemplarlas, maravillarme con ellas. Para eso debo suspender el hambre y las ganas de usar. Aún lo más cotidiano puede ser motivo de contemplación: una mandarina, una cuchara. Es posible no solo comerla o usarla, sino admirarlas. “La escuela –dice Larrosa-si no quiere servir sólo a la economía y al consumo, debe suspender el hambre y el uso, tomar distancia para convertir las cosas en maravilla (…) Así como hay injusticia en el reparto del alimento y los objetos también la hay en el reparto de la maravilla (…) Más importante que el hecho de que el fuego caliente es que exista y podamos contemplarlo”. (2018) Me parece que una labor central del educador y también del terapeuta es la de invitar a detenerse, a pausarse; invitar a suspender la prisa y el deseo de poseer para cocrear con los alumnos y los pacientes un espacio y un tiempo distintos, en donde sea posible mirar apasionadamente, sentir, dejarse afectar, saborear, dudar, resonar, pensar, asombrarse, ser cuerpo, narrar…
Asumo que eso no es lo más atractivo ni lo más popular. “Hoy, no tener tiempo para pensar es de lo más fashion”, dice Fernández Christlieb. Hay en la pausa y la contemplación, una cierta transgresión contra los tiempos del mundo. “Hoy, sentarse a leer en una plaza sería una rebelión. Si eso se transforma en una escuela que se parece a una plaza para leer, sería la mayor de las rebeliones (…) Si celebramos la lentitud, haríamos rebelión. Creo que estamos llenos de rebeliones para hacerse”, dice Carlos Skliar.
Ir despacio no está de moda, pero mi labor como terapeuta y educador suele estar lejos de las modas. Miro cómo con frecuencia la educación y la terapia intentan acomodarse a la demanda de los “usuarios”: terapias que intentan dar respuestas rápidas, que se quedan en la parte “positiva” y new age, que proponen una iluminación en sobrecito, que te hacen creer autosuficiente, que aseguran que basta con desear las cosas para que sucedan, que confían más en una sustancia o en una hierba que en el vínculo, que evitan lo que implique renuncia, esfuerzo, espera.
Veo también que muchas nuevas propuestas pedagógicas buscan “hablar el lenguaje” de los alumnos. Si los alumnos se aburren, hay que darles cosas muy atractivas; si han dejado de leer, mostrémosles imágenes; si están pegados al celular, usemos el celular para enseñar. Sin duda hay una buena intención en estas propuestas, pero creo que dejan de lado algo esencial: la educación no puede ser un producto que se adapte a los gustos del mercado, por el contrario, es un espacio donde encontrarnos con la alteridad, con aquello que no somos, con lo que nos cuestiona y amplía. ¿Qué alteridad ofrecemos a nuestros alumnos si pretendemos convertirnos en ellos? Si sólo hablamos su idioma, no aprenderán otras posibilidades. Justo porque están pegados al celular hay que invitarlos a acercarse a los libros; justo porque están acostumbrados al ruido hay que invitarlos al silencio; justo porque viven frente a una pantalla, hay que invitarlos a mirar al otro y conversar, justo porque viven a prisa hay que invitarlos a la lentitud. Educar y hacer terapia creo, suponen proponer la alteridad, no dar más de lo mismo.
La terapia es un tiempo otro dentro del tiempo común, tiempo de contemplación. Al cerrar la puerta invitamos al paciente a detenerse un poco, a sentir su propio cuerpo, a escucharse. Y ante él, ante ella, los terapeutas resonamos, también pausamos nuestra propia prisa para escuchar cada palabra, para sentir en el propio cuerpo y en las propias emociones la particular forma de contacto del otro. Te miro, me miro, miramos eso que surge entre nosotros. Algunas veces pareciera que la intervención justa surge súbitamente, pero si lo pensamos con calma nos daremos cuenta que como dice Esquirol: La chispa necesitó un largo frotamiento contra la incógnita. (cfr. 2009 p.90) La mayoría de las veces, esa intervención es resultado de la espera y del silencio.
“Mi paciente no avanza, estamos atorados” dicen mis alumnos de supervisión seguros de que equivocaron el camino al elegir ser psicoterapeutas. “Otra vez traigo el mismo tema, seguro ya estás harto” dicen mis pacientes con cierta vergüenza o cierto reclamo. Yo les recuerdo a unos y a otros que la terapia es un proceso casi siempre lento que implica una enorme paciencia. En el consultorio no hay fast food que valga; todo se cocina sobre las incandescentes brasas de la leña. Lo sé por experiencia propia. La primera vez que asistí a terapia (hace más de veinte años) fue para trabajar un tema en concreto: pongo una barrera entre los demás y yo que les impide acercarse y me deja solo. Mi actual tema de trabajo es… el mismo. No quiero decir que no he avanzado luego de veinte años, quiero creer que sí: soy más consciente de ese muro, a veces me doy cuenta cuándo y cómo lo construyo, he logrado hacerle ventanas, y sin embargo sigue siendo mi tema a trabajar. ¡Veinte años! ¿Cómo no ser paciente con mis pacientes desde esa experiencia? ¿Cómo no invitar a mis alumnos a que lo sean? Ya escribí las palabras de Carola Diduch en un viejo artículo: “El ritmo del alma es lento”. Vaya si lo es.
El tiempo de la narración.
Necesitamos comprendernos, saber quiénes somos. Esto implica ser capaces de contar la historia de nuestra vida, es decir, narrarnos. Nuestra vida no es sólo biología, sino también relato. Somos a la vez escritores y lectores de nosotros mismos, y para serlo necesitamos de otras historias, de otros relatos que nos sirvan como espejo, como contraste, como inspiración. Necesitamos confrontar el texto de nuestra vida con los textos de otras vidas, pues así podemos encontrar sentido. “Si nos hacemos la pregunta «¿qué somos?» descubrimos que no es tan fácil responderla. No sabemos lo que somos. Sólo podemos iniciar un camino de comprensión —un viaje, una experiencia— de nuestra existencia ante los otros, con los otros, ante los textos y con los textos. Una experiencia narrativa”. (Bárcena y Melich 2010 p.110). O en palabras de Paul Ricoeur: “Comprenderse es apropiarse de la vida de uno. Esto implica hacer un relato de ella, conducido por los relatos (históricos y ficticios) que hemos comprendido y amado. Así nos hacemos lectores de la propia vida”. (1991 p.42)
Pienso en los relatos que dieron forma a mi propia narración. Los históricos, que vienen de la familia: el bisabuelo que tenía una pulquería, el abuelo que enamoraba a la abuela echándole un cocol en la canasta del mandado, la abuela que tiraba a la basura la flor mustia que aparecía en su escritorio cada mañana, el padre que abandona los zapatos de boliche para siempre, la madre que quiere convencer a todos de que es fea… Y están los relatos de ficción que también me conformaron. Me gustaría decir que entre ellos está la Odisea, Moby Dick o El Quijote, pero no es así, si pienso en las narraciones que dejaron más huella aparecen las Aventuras de Asterix el galo, las películas de Cantinflas, muchos poemas cursis de Benedetti y Sabines, las novelas pornográficas de Xaviera Hollander. ¿Qué relatos conformaron tu narración, lector, viajero, curioso, otro?
Pero esto no basta: la educación es, o debería ser, el proceso de construir con otros la narración de nosotros mismos (cfr. Bárcena y Mélich p.101-105). Ya lo dijimos antes: el olvido de la narración convierte a la educación en una labor meramente técnica o en palabras de Hannah Arendt, en una fabricación (cfr. Op.cit. 72-75). Una tarea fundamental de quienes somos educadores es la de ofrecer textos y relatos a nuestros alumnos, de modo puedan usarlos para conformar el texto de sus propias vidas. Y es necesario, además, que estos relatos sean múltiples, variados, diferentes, para evitar eso que Chimamanda Ngozi Adichie llama “El Peligro de la Historia Única” (2018), que al plantear una sola posibilidad acaba por inmovilizar, congelar e impedir que los alumnos integren historias alternativas que amplíen lo que pueden ser.
Si la educación es el proceso de construir con otros la propia narración, la psicoterapia es el espacio donde nuestra narración es escuchada y acogida; pero no sólo eso: también es el lugar donde la ponemos en duda, donde la cuestionamos y la reconstruimos creativamente al encontrarnos con el otro. Cuando como paciente comparto mi relato, éste cobra una nueva dimensión, para empezar, por el mero hecho de compartirlo: alguien (el terapeuta) recibe y es afectado por ese relato. La otredad del otro que es alcanzado por mi narración me hace saberme también un otro, y en ese contraste de alteridades es que descubro quién soy, o quién estoy siendo. Cada sesión es la posibilidad de cocrear una narración nueva que no hubiera surgido sin la presencia del otro. La función personalidad (que no es sino otro modo de llamar a la propia narración) se amplía. Como resultado de la terapia el paciente descubre que su relato no es definitivo, que siempre puede moverse, que no es algo hecho sino un proceso haciéndose constantemente en cada situación; descubre, como afirma Joan-Carles Mélich que “La identidad narrativa del ser humano es un movimiento constante (…) la identidad no cesa de hacerse, de des-hacerse, de re-hacerse”. (2000 p.135) Siempre ante el otro.
Pero como ya dije, crear la narración de lo que somos requiere tiempo, secuencia, pasado y presente, antes y después, experiencias que nos toquen, acontecimientos que nos conmuevan, vínculos que nos perturben. En este tiempo disperso en donde no hay historia y donde todo es lo mismo, donde la prisa nos devora, donde brincamos compulsivamente de una cosa a la otra porque el vacío nos aterra, podemos llenarnos de datos y ahogarnos en información, pero no podemos crear una verdadera narración (cfr. Han 2014 p.46-48).
De algún modo cambiamos la plenitud por la abundancia. Creemos que viviremos más (de nuevo Han p.25-26) mientras más cosas vivamos, pero la vida plena no es cantidad sino profundidad, acontecimiento, tensión narrativa. Un solo hecho vivido con verdadera intensidad puede transformar la vida. Muchas veces recuerdo lo que escuché contar a Antonio Lobo Antunes, un escritor al que amo: era médico durante la guerra en Angola, cada día él y sus compañeros miraban cosas terribles, tantas, que acababan por acostumbrarse. Un día, agotado por el trabajo, sentado en un rincón, ve que un par de enfermeros cargan una camilla con un cadáver cubierto por una sábana sucia. Al pasar frente a él, se da cuenta que una mano sale de la sábana: es la mano de un niño o una niña, es una mano muy pequeña que cuelga inerte. Es en ese momento cuando lo golpea la intensidad de lo que vive. Ningún horror de la guerra vivido hasta ese momento puede compararse con la soledad, el desamparo, el absurdo de esa pequeña mano que cuelga de una camilla. Entonces toma una decisión: se dedicará a escribir, y todo lo que escriba a partir de ese momento será escrito para esa pequeña mano que miró por un instante.
No fue la abundancia de sucesos lo que lo movió, sino un solo acontecimiento que transformó su camino, su vocación, su sentido. Un acontecimiento que aunque duró poco, fue contemplado en toda su profundidad y que luego generó una narración; en el caso de Lobo Antunes, una narración que se convirtió en decenas de novelas maravillosas, conmovedoras, desgarradoras que lo convierten en uno de los mejores escritores vivos.
El aroma del tiempo.
De nuevo es Byung-Chul Han quien escribe que vivimos con la prisa de la mirada cinematográfica, y compara ese tiempo con el tiempo del aroma (2014 p.67-72) Las imágenes van pasando una tras otra a gran velocidad, tan rápido, que difícilmente podemos recordar lo que sucedió un poco antes porque nuevas imágenes llegan y pasan ante nuestros ojos. Pero cuando contemplamos, ese tiempo visual y cinematográfico se transforma en un aroma. Los aromas no pasan uno tras otro, sino que se expanden lentamente. “El tiempo comienza a tener aroma cuando adquiere una duración, cuando cobra una tensión narrativa o una tensión profunda, cuando gana en profundidad y amplitud, en espacio”. (op.cit. p.38) Si quieres sentir el aroma del eucalipto debes detenerte, acercarte a sus hojitas verdes, respirar y dejar que el aroma te alcance. ¿Cuánto dura? Es difícil decirlo, parece que permanece un rato, en la nariz y dentro de uno. Y trae recuerdos: de lugares, de personas, de experiencias.
“Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido –escribe Milán Kundera en La Lentitud- (…) En la matemática existencial, esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.” (Kundera 2005 p.48)
También pienso que este tiempo otro nos permite escapar a la tiranía del logro para asomarnos a los encantos de la divagación. ¿Has visto la curiosa forma de caminar de los niños y las niñas? Una y otra vez se distraen. En lugar de ir directo a su objetivo, se detienen y se desvían para asombrarse de una catarina, de una piedra que parece rana o de una mierda de perro. Y son esas divagaciones y desvíos lo que les permiten descubrir el mundo. No ese mundo solemne que les tenemos preparado sino ese otro que solo puede ser descubierto saliéndose del camino.
La prisa, la persecución de lo que sigue, la información que satura las redes no tienen olor ni pueden narrarse. Sólo la lentitud nos permite contemplar y crear una verdadera narración. Sin contemplación y sin narración, no hay auténtica educación ni es posible la terapia. Para Heidegger, cuenta Han, este tiempo pausado huele a madera de roble (2014 p.111); para mí, en cambio, tiene el aroma de los pastes que hacía mi abuela, de la cabaña en El Chico, del cuello de mi hija.
Me sumo a la linda propuesta de Vivian Abenshushan:
“¿No sería oportuno que alguien se diera a la tarea de inventar una nueva máquina, la Máquina de la Lentitud, un artefacto imposible, capaz de desacelerar el tiempo y de reconquistar las horas de ocio, las caminatas morosas y sin rumbo fijo, las lecturas prolongadas en posición horizontal? Sería una máquina de dimensiones humanas que nos libraría del yugo de las máquinas y nos devolvería la posibilidad de meditar un poco sobre nosotros mismos. Tendría que ser un artefacto lento, torpe incluso, parecido a una bicicleta o un pesado molino, donde la velocidad sería finalmente domesticada. Al hacerla girar, la ciudad adoptaría un nuevo ritmo, sin dejarse atropellar nunca más por la prisa y la fatiga. Bajo su influjo liberador, la taza de té duraría media hora y la gente aprendería a saborear el vino en lentos sorbos, interrumpidos por frases ingeniosas en la plática. Los restaurantes de comida rápida permanecerían vacíos, y la gente se recostaría y se dejaría caer en hamacas muy hondas. Los amigos aprenderían el arte de pasar toda una tarde en un café y los lunes celebrarían la Carrera del Ciclista Más Lento, una prueba cuya única finalidad sería llegar al último”. (Abenshushan 2013 p.67)
Imagino que pudiéramos usar está hermosa máquina en nuestros consultorios y nuestras aulas. Como educador y como terapeuta ¿seré capaz de cocrear con los otros y otras, con mis alumnos y pacientes, este ritmo lento que hace posible contemplar lo que hay ante nosotros y luego transformarlo en una narración que haga nacer nuevas narraciones?
Paciencia, improbable lector, viajero, curioso, otro, ya termino. No quiero robar más de tu valioso tiempo. Voy escribiendo las últimas líneas, y mientras lo hago, ella me mira. Ella sabe de ritmos, de velocidad y de lentitud. Sobre todo de lentitud. Camina con la parsimonia de un obispo gordo a pesar de ser pequeña y delgada. Cuando se detiene, pareciera que el mundo aguantara la respiración. Luego sigue su lento caminar, sin que haya en ella el menor asomo de prisa. Se recuesta en la mecedora frente a mí, allí donde da el sol, se acomoda, suspira, entrecierra sus ojos. Deja pasar el tiempo sin que nada la altere. Se adormece. Yo la miro asombrado, miro su tiempo desde mi tiempo, envidioso de esa calma invencible; ese su tiempo que quizá ni siquiera es un tiempo sino un instante que no termina. Sí, ella: Matilda, no tiene prisa. Desde donde está también me mira, como no entendiendo mi ritmo acelerado. Quizá me compadece. Suspira de nuevo, se acurruca. Luego, se acicala los bigotes, mueve elegantemente su cola y cierra sus hermosos ojos amarillos.
Referencias.
- Abenshushan, Vivian (2013). Escritos Para Desocupados. Ed. Sur+ México.
- Adichie, Chimamanda (2018) El Peligro de la Historia Única. Random House. México.
- Alba Rico, Santiago (2007) Capitalismo y Nihilismo: Dialéctica del Hambre y la Mirada. España.
- Bárcena, Fernando y Mélich, Joan-Carles (2014) La Educación Como Acontecimiento Ético. Miño y Dávila. Argentina
- Esquirol, Josep Maria (2009) El Respirar de los Días. Paidos. España.
- Fernández Christlieb (2012) Conferencia: La Velocidad de la Memoria. https://www.youtube.com/watch?v=N0hs-W1BIoI
- Han, Byung-Chul (2014) El Aroma del Tiempo. Herder. España.
- Kundera, Milan (2005). La Lentitud. Tusquets. España.
- Josipovici, Gabriel (1998) La Terapia de la Distancia. Andrés Bello. Chile.
- Larrosa, Jorge (2018) Conferencia: Con P de Profesor https://www.youtube.com/watch?v=GxtF7LY6n7Y
- Mélich Joan-Carles (2000) Narración y Hospitalidad. Universidad Autónoma de Barcelona. España.
- Ricoeur, Paul (1991) Autocomprensión e Historia. Anthropos. España.