La gravedad y la ligereza
El difícil equilibrio entre teoría y experiencia en la terapia
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Un ala no es cielo ni tierra.
(Antonio Porchia)
Leo el brevísimo verso de Porchia y algo en mí tiembla despacito (justo como un ala cuando la roza el viento). El asombro, quizá, de que en algo tan breve quepa aquello que he querido decir sin saber cómo. Como otras veces, la poesía es revelación y hallazgo, la respuesta a una pregunta que ni siquiera había formulado.
El ala no es cielo ni tierra, pero su vuelo es posible por la conjunción de ambas. “Sin la gravedad de la tierra, las alas de la gaviota serían insuficientes para planear en el cielo”, dice mi maestro Josep María Esquirol (2021 p.61) Dice también: “El vuelo se alza a partir de la horizontalidad de la tierra. Volar significa a veces llegar muy alto y casi tocar el cielo azul, pero sin perder nunca de vista la belleza de la tierra plana”. (ibídem p.79)
¿Y qué tiene que ver esta ala, este cielo, esta tierra, este vuelo, con la terapia, si es que tiene que ver algo? Tiene, creo. Cuando pienso en la terapia, no en ese ente abstracto que a veces está en los libros, sino en la realidad cotidiana de la consulta, día a día y paciente a paciente, se me enredan y confunden esas dos realidades que son la teoría y la experiencia, el conocimiento y la creación. Lo terrenal y lo que vuela. La gravedad y la ligereza.
En las redes, que son esa nada y ese todo donde nos medio encontramos o nos casi encontramos con los otros, continuamente aparece esa discusión. Por un lado, los teóricos abogan por leer todos los libros, el de Perls, Hefferline y Goodman, ante todo, y releerlos y rumiarlos y discutirlos y beber de cada una de sus palabras. “¿Cómo van a hacer terapia si no conocen a profundidad la teoría y nuestro Texto Fundador (así con mayúsculas)?”, dicen. “Lo que hacen es pseudo-terapia, fuegos artificiales, histrionismo”, dicen señalando con dedo acusador.
Por otro lado, los prácticos, que opinan que tanta teoría mata la experiencia, la cabeza llena de conceptos impide que las emociones auténticas nazcan y se expresen. “¿De qué sirve tanta palabrería si no nos lleva a experimentar la vida con más intensidad?”, dicen. “El exceso de teorías y de explicaciones nos hace vivir en lo racional y alejarnos de la verdad de nuestro cuerpo”, dicen. “Esa pseudo-terapia no es sino un juego de ajedrez en el que vence el que tenga la mejor estrategia”, dicen señalando con dedo acusador.
El gusto que solemos tener, yo también, por el dedo acusador.
Desde mi balcón miro al pájaro volar. De tanto verlo me he acostumbrado a su milagro, como pasa con tantas maravillas. Lo miro de nuevo entonces, porque a veces solo al volver a mirar, veo: ¡Vuela! ¿Cómo carajos hace? Entonces recuerdo las palabras de Esquirol: su vuelo requiere del cielo y el suelo, de la ligereza y de la gravedad. No una u otra sino ambas. Vuela porque tiene alas y las alas no son cielo ni tierra.
He elegido dónde colocarme. Hago terapia Gestalt relacional. Es la que me gusta y me interesa. Y estoy constantemente asombrado por la profunda y compleja teoría que la sustenta. Creo que cuando Perls y Goodman escriben el libro que da origen a la Gestalt, logran vislumbrar algo realmente novedoso. Menciono una sola cosa, entre muchas que podría mencionar: el self como un proceso en acción, como algo que se despliega en el tiempo, como una co-creación del organismo y del entorno. Me parece revolucionario. Nos lleva a un territorio casi inédito. Nos saca del soy y nos lleva al somos, al siendo con. Nos permite ver desde un lugar diferente, nos abre posibilidades.
Quienes acusan a la Gestalt de no tener teoría sencillamente no conocen la Gestalt. A cualquiera que lo diga lo invito a leer ese libro original y también a Robine, a Spagnolo, a Jacobs, a Yontef, a Francesetti, a Wollants, a Müller, a Vázquez, a tantos otros.
Somos herederos de una teoría bellísima e interesante, nada sencilla, que en su complejidad a veces impone o asusta; una teoría a la que hay que asomarse sin prisa porque no se entiende a la primera (llevo más de veinte años explorándola y sigo sin comprenderla bien), porque cada vez que se revisa nos dice cosas distintas, porque es un espacio vastísimo y lleno de bifurcaciones. No se trata de un terreno liso: los maestros de nuestro modelo no siempre se ponen de acuerdo, por el contrario, hasta los conceptos fundamentales generan debates interesantes.
La teoría es, siguiendo con la metáfora que ya insinué, el suelo que nos sustenta, la gravedad que nos permite apoyar los pies en la tierra. ¿En que nos apoyaríamos sin ella?
No solo eso: hacer una crítica a la teoría supone conocer la teoría. Cuestionar e incluso transgredir la teoría implica conocer la teoría. Tampoco es posible transformarla sin conocerla.
Pienso en la idea de Derrida acerca de la herencia. Somos herederos de un conocimiento y por lo tanto, también somos transmisores de esa herencia. Lo que me parece hermoso de las palabras del filósofo francés es la idea de que para honrar nuestra herencia es necesario serle infiel. ¿Cómo es posible eso? Para Derrida, una herencia que se transmite sin ser cuestionada y transformada acabará muriendo. La única forma de que la herencia siga viva y dando fruto es que se reciba con respeto y al mismo tiempo no dejándola intacta; todo lo contrario: nos toca hacerle preguntas a esa herencia, pelearnos con ella, confrontarla con otras ideas, ponerla en duda y transformarla. Solo así la estaremos honrando. Pero eso no significa ignorarla, sino partir de ella para darle nueva vida.
Aunque me gusta tanto la teoría, me conviene recordar que se trata solo de eso. Una teoría y no la realidad. Sucede que a veces nos enamoramos de nuestra teoría, un poco Narcisos encandilados con nosotros mismos, y acabamos confundiéndola con la verdad. Y no, ninguna teoría es la realidad como ningún mapa es el territorio como ninguna persona es su imagen en Instagram como ningún beso es contar un beso. La teoría, cualquier teoría y entre ellas la teoría Gestáltica es solo una ventana desde la cual ver. Nos da la posibilidad de ver una parte desde cierto ángulo, solo eso. Otra teoría, otra ventana, nos permitiría ver partes distintas desde ángulos que no imaginamos. Recordémoslo para desinflar el ego: vemos solo una parte, vemos desde un lugar, que es lo mismo que decir, hay mucho, muchísimo, que no vemos. Aceptarlo así, me baja de golpe del pequeño tabique al que me subí creyéndome grande. ¡Hay tantos tabiques con sabios trepados en ellos vislumbrando la Verdad!
La teoría puesta en un altar se vuelve incuestionable y termina muriendo. Se disfraza de dogma y por lo tanto en algo inmóvil, una estructura tan rígida que ya no puede moverse con la gracia de lo vivo. Quizá por eso me provoca escalofríos cuando escucho que llaman “Nuestra Biblia”, al libro de Perls, Hefferline y Goodman. Porque una Biblia es siempre una verdad incuestionable que con frecuencia se usa para golpear al infiel.
Escribo esto y pienso en las discusiones actuales sobre el lenguaje por dar cabida a los otres diferentes. Escribo otres, y el Word se apresura a subrayar con rojo la palabra señalándome que la escribo mal. “Escribir así es incorrecto porque va en contra de la gramática”, me dirán muchos. Ya, pero ¿y quién construye la gramática y sus reglas? La gramática no es una entidad todopoderosa, sino una construcción tras la cual hay personas concretas. La Real Academia Española de la Lengua es una institución fundada en 1713. Fue hasta 1978 que una mujer (Carmen Conde) fue parte de esta institución. Solo 265 años después de fundada. Actualmente de 46 miembros, solo 7 son mujeres. Nunca antes había habido “tantas”. Son ellos quienes deciden qué palabras pueden usarse y cuáles no, son ellos quienes juzgan qué es lo correcto. Pero ¿de quién es el lenguaje? Respondo esta pregunta aún con el eco que dejó escuchar a mi siempre admirada Brigitte Vasallo: el lenguaje es nuestro, es de todos, es de quienes lo hablamos. El lenguaje no le perteneces a los 39 señores y 7 señoras de la RAE. Y como es nuestro podemos usarlo libremente, podemos transformarlo, podemos inventar las palabras que necesitemos para decir lo que hasta entonces no podía decirse. Vaya o no contra la gramática.
Me hago, entonces la misma pregunta: ¿de quién es la terapia Gestalt? ¿Del modelo de California o del de Nueva York? ¿De la Costa este o la Costa Oeste? ¿De los teóricos o los prácticos? ¿De los vaqueros o de los indios? Me respondo: es de todos nosotros, de quienes hacemos terapia Gestalt. Y somos de muchas tribus, de muchos colores, con muchos lenguajes. Los de aquí y los de allá. Los que hacen esto y aquello. Los que siguen al pie de la letra las propuestas del libro fundacional y los que inventan cosas distintas a partir de él. Cuando decimos “eso no es terapia Gestalt” señalando a quienes lo hacen distinto, en el fondo decimos: solo yo, solo nosotros, solo los míos. Pero ¿con qué derecho? ¿Quién se atribuye esa autoridad? ¿No nos invita nuestro libro original a no introyectar? ¿No nos invita a crear en lugar de solo repetir?
La teoría también puede ser una cárcel si no permite ir más allá. Hay expertos en teoría incapaces de moverse y ser flexibles. La teoría puede convertirse en un muro que impida ver al otro y encontrarse con él/ella. La teoría puede ser un bastión para estar a salvo del verdadero encuentro. Cuando la sacralizamos, corremos el riesgo de ese puritanismo que desprecia (y luego persigue) lo que considera impuro o de un elitismo intelectual empapado de un lenguaje siempre complicado y hermético que nos hace creernos más listos de lo que somos.
Creo que la teoría sin vida, sin piel, sin mundo, sin experiencia, sin el encuentro con el otro, se convierte en algo deshabitado.
En estos días me asomo a dos novelas sin saber que por momentos tendrían un tema común: el arte, el artista, el creador. El coleccionista (1963), la novela de John Fowles tiene entre sus personajes secundarios a un maestro de arte. Lo que dice a una de sus alumnas suele ser despiadado. El mundo deslumbrante (2014), la novela de Siri Hustvedt, trata de una artista que se ocultó-mostró a través de las máscaras de tres artistas masculinos. Lo que me llama la atención en ambas novelas es como hablan de la enorme distancia que hay entre ser un gran conocedor que domina la teoría y la técnica y ser un verdadero artista. ¿Podría decir lo mismo de ser un verdadero terapeuta?
Doy la voz al personaje de Fowles: “Hay que aprender que pintar bien —en el sentido académico y técnico— es lo menos importante de todo. Es decir, ya tienes esa habilidad. Igual que otros miles. Pero lo que yo estoy buscando no está aquí. Sencillamente no está aquí (…) Es lo mismo que con la voz. Te conformas con tu voz y hablas con ella porque no tienes elección. Pero lo que importa es lo que dices. Es lo que distingue a todo gran arte del otro. Los capullos de técnica consumada están dos a un penique en cualquier periodo. Sobre todo en esta gran época de educación universal (…) Los críticos pronuncian discursos sobre técnica consumada. Completamente carente de sentido, esa clase de jerga. El arte es cruel. Puedes librarte del castigo por un asesinato a base de palabras. Pero una pintura es como una ventana abierta directamente a lo más profundo de tu corazón”. (Fowles p.211)
Trato de llevar estas ideas al espacio de la terapia. Resueno. No basta saber teoría, incluso dominar la teoría para ser terapeuta. Y está de más decir que tampoco basta saber aplicar técnicas para serlo.
¿Entonces?
Necesitamos la teoría, sí, pero la teoría no es suficiente. No basta con mirar al otro descifrando sus movimientos, palabras y gestos. Hace falta mirar al otro “dejándose sentir la herida” como propone Sylvie Schoch, hace falta sabernos en la intemperie, llenos de incertidumbre, tan heridos como el paciente, para poder acompañarle desde la más vulnerable humanidad, desde la compasión, desde el amparo, desde la conciencia de la finitud compartida, desde esa apertura que produce vértigo.
Supongo que a algunos les sonará cursi. Pues que suene. “¿Quién que es no es cursi?” dijo algún sabio callejero. Creo que la terapia relacional se hace posible en ese tipo de encuentro. También me doy cuenta que en muchísimas ocasiones estoy muy lejos de hacerlo así.
Pero ¿dónde se aprende esto? En la teoría no. Se aprende levantando los ojos de la teoría para ir al mundo, a la vida, a los otros.
Ser terapeuta implica conocer nuestra teoría. Pero no es suficiente. También nos hacemos terapeutas acercándonos al arte, porque el arte nos enseña a ampliar la propia mirada y percibir estéticamente. Nos hacemos terapeutas leyendo novelas y viendo cine porque nos permite acceder a vidas y experiencias que no son nuestras. Nos hacemos terapeutas cocinando algo rico porque descubrimos que lo que aporta cada elemento se transforma en contacto con los demás y el resultado en impredecible. Nos hacemos terapeutas cuando bailamos porque comprobamos que a veces nuestro cuerpo sabe más que nuestra cabeza o sabe algo diferente. Aprendemos a ser terapeutas al convivir con un animal porque nos pone ante la experiencia radical de la otredad. Nos hacemos terapeutas teniendo encuentros sexuales plenos porque cada encuentro es una lección acerca del contacto y sus fases, porque nos invita a la más profunda cocreación. Nos hacemos terapeutas viajando a lugares desconocidos porque podemos ver con mirada de comienzo, abiertos a la novedad, enfrentándonos a la situación y ajustándonos creativamente a ella. Aprendemos a ser terapeutas al comprar en el mercado porque descubrimos que las frutas que parecen más perfectas rara vez son las más ricas. Aprendemos a ser terapeutas al aprender otro idioma porque supone ampliar las posibilidades de percibir el mundo, porque nos enfrenta al no saber cómo decir. Aprendemos a ser terapeutas al leer poesía porque descubrimos la importancia de dar peso y valor a cada palabra y a cada silencio.
Hablo aquí de algunas experiencias elegidas, pero están también esas otras que nos suceden, que irrumpen. Creo que nos hacemos mejores terapeutas cuando enfrentamos la muerte de un ser querido o el nacimiento de una vida nueva, cuando nos enamoramos, cuando nos rompen el corazón, cuando somos derrotados, cuando pedimos ayuda, cuando sufrimos en carne propia la depresión o la ansiedad.
Lo que quiero decir es que quizá ser terapeuta requiere tanto de teoría como de experiencia vital y creatividad. Tierra y cielo. Gravedad y ligereza. Un lugar donde apoyar los pies para desde allí permitirnos la creación y el encuentro. Quiero que la teoría sea el fondo que sostiene mi terapia y que el encuentro con el otro, la otra sea la figura; no al revés. Pero sin fondo, no hay figura.
De nuevo, las palabras de Josep María Esquirol:
“La acción es relevante, tiene grosor y sentido, precisamente porque no se produce en el vacío, sino que se curva por la gravedad. (…). El vacío no sostiene nada. (…) Es decir: la gravedad da sentido al movimiento, pero hace falta movimiento”. (ibídem p.61)
Me atrevo a jugar con esa frase: en terapia, la creación, la experiencia y la relación son relevantes y tienen sentido porque no se produce en el vacío sino que se sostienen en la teoría. La teoría da sentido a la creación, la experiencia y la relación, pero la creación, la experiencia y la relación son necesarias. Sin ellas no hay terapia.
Prefiero la libertad de crear (y de equivocarse) antes que la obediencia al dogma, a cualquier dogma, venga de la religión, del patriotismo o de cualquier teoría. ¿No ocurrirá que desde esa libertad surjan formas que no me gusten, que no entienda, que me incomoden, que no vayan de acuerdo a mi idea de cómo deben ser las cosas? Sin duda, ocurrirá. Ocurre. Pero la libertad, para serlo, no puede ser solo para mí y para los míos. ¿Qué de eso es Gestalt y qué no lo es? ¿Quién lo determina? ¿Hay una Gestalt o hay muchas? ¿Quién o quiénes son dueños de la Gestalt? ¿Cuándo la Gestalt deja de serlo? ¿Cómo nos miramos unos a otros?
Sin duda hay formas que no me gustan o no entiendo. ¿Qué hacer ante eso? Elijo seguir haciendo mi trabajo lo mejore que pueda sin asumir que mi forma sea la única válida. Elijo tratar de respetar las formas que no comprendo.
Necesito la teoría y necesito la experiencia. Un suelo que me apoye y la libertad de crear, como el vuelo precisa de ligereza y de cielo tanto como de tierra y gravedad. Sin gravedad nada sostiene, pero solo gravedad me vuelve pesado y me inmoviliza. Necesito la teoría y necesito la experiencia. Un suelo que me apoye y la libertad de crear, como el vuelo precisa de ligereza y de cielo tanto como de tierra y gravedad. Sin gravedad nada sostiene, pero solo gravedad me vuelve pesado y me inmoviliza. “Sólo a partir de la diferencia cabe la articulación. El cielo es cielo para la tierra, y la tierra es tierra para el cielo. Sin cielo no hay tierra, y sin tierra no hay cielo… Gracias al cielo, respira la tierra”. (ibídem p. 100)
Ala, quiero ser ala. Que no es cielo ni tierra, ligereza ni gravedad, sino la comunión de ambas. Y que mi terapia sea ala también, que tenga un suelo firme que le permita crear y reinventarse. Y cuando digo que quiero ser ala, no olvido que para que el pájaro vuele hacen falta dos alas. El vuelo necesita del otro, siempre, o no es vuelo. Un ala sola no puede volar.
- Esquirol, Josep María. (2021) Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita. España. Acantilado.
- Hustvedt, Siri (2014) El mundo deslumbrante. España. Anagrama.
- Fowles, John (2018) El coleccionista. México. Sexto piso.