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La experiencia Opresión/Exclusión

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La experiencia Opresión/Exclusión

25 Marzo 2020
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LA EXPERIENCIA OPRESIÓN/EXCLUSIÓN.

En todo este tiempo de experiencia con personas en situación de vulnerabilidad social he vivido una percepción con respecto a todas ellas, que me acompaña en la reflexión que como terapeuta hago frente a mi trabajo, ante este contexto social en el que vivo.

Esta percepción tiene que ver con la sensación de que, de algún modo, existe algo común entre todas aquellas diferentes personas afectadas por procesos de exclusión social.

Me percaté que experimentaba en la relación con todas ellas, y a través del tiempo, algo así como un “mínimo común múltiplo” experiencial que se repetía para mí, generando en mí desesperanza, impotencia y cansancio.

Me dí cuenta que este “factor común” experiencial, de algún modo presente en todas ellas agravaba los síntomas de sufrimiento ocasionados por las numerosas heridas emocionales que estas personas presentaban generadas en diferentes momentos de sus vidas… y que de algún modo, agravaban las ya de por sí graves problemáticas sociopersonales.

En muchas de las biografías que he conocido se han producido episodios de exclusión/opresión que han agravado problemáticas previas. En una gran mayoría de estas personas durante sus infancias el rechazo en el mundo escolar, o el dispensado por el mundo adulto han agravado las problemáticas que ya traían consigo de sistemas familiares disfuncionales, amplificando el sufrimiento, la humillación hasta límites difícilmente soportables sin caer en lo que socialmente consideramos como “inadecuado”: enloquecer, delinquir, agredir…

Tanto es así que me comencé a cuestionar hasta qué punto el sufrimiento social había sido objeto de estudio por parte de la psicología, y desde ahí cómo las problemáticas sociales atraviesan también determinados contextos familiares que generan importantes sufrimientos en la esfera sociorrelacional de las personas.

Así pues, la posibilidad de nombrar esta experiencia como una transversal psicosocial a estos perfiles me permitió ser más consciente de cómo la exclusión/opresión se hallaba detrás  de comunidades, familias y personas desplegando procesos de pérdida de capacidades personales, relacionales, políticas…hasta el punto de generar procesos que comúnmente consideramos psicopatológicos.

De este modo la experiencia opresión/exclusión se convierte, bajo mi punto de vista, en “mínimo común múltiplo” de los procesos de exclusión y de opresión sociopolíticos, ya que se convierte en experiencia común compartida multiplicando las problemáticas que las personas arrastran.

La experiencia de sentirse incluida probablemente sea una de las necesidades primordiales del ser humano.

Ser y sentirse incluida en la familia, la tribu, la comunidad es una realidad necesaria para la supervivencia del individuo, y por tanto de la especie.

El ser humano, que viene al mundo con menos recursos físicos, motores y cognitivos que el resto de las especies, necesita la alteridad de la madre, los cuidados de sus figuras adultas progenitoras así como la seguridad y acogida por parte de su grupo de referencia, para el adecuado desarrollo tanto en relación a lo físico (alimentación, limpieza...) como a nivel emocional o psicológico (sentido de identidad, pertenencia, referencias a una cultura, a un idioma determinado...)

A su vez, el sentido de pertenencia a un grupo, en su dimensión psicosocial ha posibilitado a innumerables generaciones la posibilidad de individuarse en contraste con los sistemas culturales de referencia, desde  la seguridad psicológica que la pertenencia aporta: no puede construirse un yo sin un nosotras.

La dinámica psicosocial de base que aporta la pertenencia a un grupo aporta un sostén para el crecimiento, pero por otro lado es un corsé, un techo... En definitiva un límite para ese crecimiento.

Es la naturaleza ambivalente del límite: que define limitando. Es como la piel, que nos contiene, nos identifica, nos sitúa en el mundo permitiéndonos un contacto con el mismo. Aquello que nos identifica nos limita.

El grupo además, a través de la cultura, la norma, la ley, la política... Establece un criterio para la pertenencia, y la expulsión del mismo si esta es vulnerada.

Es la historia de los parias, los cabezas de turco, los herejes, los locos, los extranjeros, las prostitutas, los gitanos, los judíos... Elementos cargados por el grupo para ser excluidos, dado que la propia exclusión acentúa la propia existencia de las normas, los principios y las leyes que identifican el propio grupo.

Tomando como ejemplo el sistema de castas de la India, el grado inferior de las mismas les corresponde a los parias, o ‘intocables’, basándose en la creencia de su impureza.

De esta concepción surge el vocablo paria, surgido entre la etnia tamil, que habitan la parte del sudeste de la India y Sri Lanka, donde las personas intocables son las únicas que pueden tocar el tambor, puesto que la piel de este instrumento es considerada impura. En lengua tamil, el tambor tiene el nombre de parái y las personas que lo tocan de tambor son llamados pareiyán, palabra de la cual proviene el vocablo portugués pariá, del que bebe el vocablo paria castellano, y como pariah, al inglés.

Así pues, el paria encarna en su conceptualización aquellas dinámicas excluyentes que a su vez delimitan los principios de inclusión en el grupo, generando a vez nuevas dinámicas de subjetivación en contraste con la comunidad hegemónica en la que se producen, a la vez que generan una experiencia de cohesión en ésta.

En toda comunidad humana, a lo largo de toda la historia han existido individuos o grupos de individuos que han resultado segregados, expulsados o marginados dentro de cada campo social, tanto en las relaciones generadas en el seno de cada comunidad como incluso físicamente (como así nos muestra el fenómeno de los guetos) o en la participación en la vida de la comunidad, tanto a nivel cultural como político.

En el caso de los agotes, un grupo social minoritario que vivieron en el medievo en los valles de Baztán y Roncal en Navarra, en Guipúzcoa en el País Vasco, el País Vasco Francés y algunos municipios de Aragón, que vivieron una grave y prolongada situación de exclusión (sin constituir un grupo étnico ni religioso diferenciado) no podían entre otras muchas cosas entrar en la iglesia a participar del culto por la misma puerta por la que entraban el resto de la feligresía.

O, en la actualidad, la población migrante ve restringida su posibilidad de participar democráticamente en sus sociedades de acogida a través del ejercicio del voto

Por otro lado, las dinámicas de exclusión, no sólo generan identidad de cara a la comunidad de la que nacen, sino que además identifican aquellos miedos que un grupo determinado quiere apartar de sí, profundizando así en los aspectos normativos que en éstas dinámicas subyacen.

Así pues, la figura del “loco” que en su momento recogió todo el temor proyectado en torno a la pérdida de control, a la inadecuación social… e incluso se relacionó con la posesión demoníaca se ha convertido a lo largo de la historia en una figura a marginar, en un primer momento, siendo condenados a la mendicidad y al abandono, para pasar en un segundo momento a ser excluidos a través de las instituciones manicomiales, de modo que a partir de la Revolución Francesa, fueran considerados como enfermos y tratados como tales en las mismas instituciones.

De este modo, una comunidad determinada gestiona el temor a estar “fuera de sí” situando fuera a las personas que enloquecen.

Así pues, la figura del delincuente también es marginalizada a través de la historia por medio de la institución penitenciaria, mediante la cual, bajo la justificación de la protección de la sociedad se articulan mecanismos para operativizar la venganza a través de la exclusión de la persona infractora. Por un lado, la pena privativa de libertad, y por otro, la reclusión en una institución “segregada”, suponen una articulación organizada de la exclusión social por parte de los Estados, que dificulta el objetivo reparador e integrador de la Justicia.

De este modo, numerosos trabajos de investigación, como el de Pedro José Cabrera (Cabrera, 2002) nos hablan de la presencia de delincuentes de clase baja en las prisiones, así como de grupos étnicos (como puede ser el caso de la población negra en Estados Unidos).

Ocurre un fenómeno similar con la figura del “extranjero”, del extraño… que de alguna manera recoge el miedo a lo desconocido, conecta con la sensación de amenaza que nos supone relacionarnos con alguien a quien no conocemos.

Esta experiencia es azuzada tristemente estos días por los partidos de ultraderecha que han logrado capitalizar el malestar social generado por la crisis económica del 2008, canalizándolo a través de la vivencia del “miedo al otro”.

Por otro lado, la dinámica psicosocial del “enemigo externo” como propuesta de cohesión grupal además es ciertamente poderosa, siendo operada ésta por no pocos grupos sociales, prácticamente desde los albores de la humanidad.

En este sentido, cuando un grupo o comunidad busca esta homogenización o cohesión esta operativa de la “búsqueda del enemigo” se puede poner en marcha hacia el interior del propio grupo, tal y como las figuras del “hereje”, del “traidor” nos muestran, siendo cargadas éstas de una especial violencia.

Desde una óptica patriarcal además la figura de la mujer como “puta”, “adúltera” o “bruja” ha sido fuente de numerosas dinámicas de exclusión y persecución. De fondo subyace una desigual distribución del poder mediante el que se subraya la necesaria exclusión de la mujer como fuente de la excitación sexual del varón, el cual tentado por las “malas artes” o la “brujería” que la mujer pueda ostentar pueda colocar fuera de sí la responsabilidad sobre las consecuencias que la sexualidad, el deseo como poderosa fuerza más allá de la razón pueda suponerle.

Esta dinámica de exclusión de la mujer en base a estas figuras subyace la cosmovisión patriarcal judeocristiana que conecta el miedo a perder poder con el deseo. Que conceptualizada el miedo, de nuevo, a “estar fuera de sí” en base a una determinada concepción de la sexualidad como un elemento externo, que tienta al hombre a cometer actos impuros, que lo alejan de la razón, alejándole de Dios y aproximándolo al pecado.

Silvia Federici, en su ensayo Calibán y la bruja (Federici, 2010), hace referencia a cómo a lo largo de la Edad Media se implanta el capitalismo como respuesta a la crisis del poder feudal, a la derrota de las revueltas campesinas que se agravaron con la caza de brujas, y a la expansión colonial.

En menos de tres siglos, la clase dominante europea lanzó una ofensiva que cambió la historia del planeta, estableciendo las bases del sistema capitalista mundial, y de un  “nuevo orden patriarcal”, en base a la necesidad de control de la natalidad por parte de estas élites.

Para regular la procreación, y quebrar su control por parte de las mujeres, se intensificó la persecución de las “brujas”, se demonizó cualquier forma de control de la natalidad y de sexualidad no-procreativa, y se impusieron penas severas a la anticoncepción, el aborto y el infanticidio.: “Sus úteros se transformaron en territorio político controlado por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista”. De este modo la familia , según esta autora, comenzó a separarse de la esfera pública y se configuró en la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres. Así, desde finales del siglo XVII surgió un “nuevo modelo de feminidad”: la mujer y esposa ideal, casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas, valorizada por el “instinto materno”.

La propuesta de Federici nos aporta una pista para este trabajo, a mi juicio, fundamental: que toda dinámica de exclusión lleva aparejada una dinámica de opresión política, económica… apoyada sobre un sistema sociopolítico determinado, que funciona en base al privilegio de unas determinadas élites sobre otros grupos sociales.

La denominación de esta experiencia como exclusión/opresión hace referencia a la vivencia que una persona puede experimentar en torno a estos dos ejes psicosociales, que están bajo mi parecer profundamente entrelazados

Esta experiencia, como vemos, es y ha sido vivido a lo largo de toda la historia de la humanidad en prácticamente todas las sociedades y culturas, como una trasversal universal a todo grupo o comunidad conformado por personas.

En este sentido, existen varios factores comunes en las diversas experiencias relacionadas con ser excluida, o vivir una situación de opresión.

En todas estas diversas experiencias, que no son otra cosa que diversas formas de encarnar determinadas problemáticas sociales, encontramos algunos patrones que se repiten.

Desde un punto de vista intrapsíquico en general presentan un empobrecimiento en la función personalidad: la narrativa que utilizan sobre sí mismas se organiza en torno a núcleos muy simplificados en torno a experiencia de sufrimiento social. En muchos casos se presentan como víctimas, desde una retroflexión de su propia ira, o en otras desde posiciones de desconfianza con respecto a sus entornos, y en su gran mayoría con una fuerte experiencia de “indefensión aprendida” y poca confianza en sus propios recursos personales.

Encontramos una fuerte rigidez en su repertorio de conductas, tendiendo a un empobrecimiento general en la incorporación de experiencias novedosas y por tanto, de aprendizajes con respecto a la imagen de sí.

Se produce habitualmente una repetición de las experiencias traumáticas que se producen en la infancia, y en especial aquellas que son subrayadas dentro de un  contexto social determinado. Por ejemplo, toda aquella persona que ha vivido el rechazo de su contexto más cercano, como el familiar o el escolar, tiende a repetir la misma experiencia de rechazo en relación a sus entornos próximos de relación.

Tal y como afirman las teorías del apego, aquellas experiencias relacionarles vividas en la infancia tienden a reiterarse a lo largo de la vida adulta, con un elevado nivel de predictibilidad.

Si estas experiencias tempranas son acentuadas a través de la vivencia de una problemática social el nivel  de disfuncionalidad de la experiencia crece. Este extremo es espacialmente cruento en personas migrantes... Aquellas personas que han vivido situaciones de vulnerabilidad en sus infancias se encuentran más vulnerables y desprotegidas frente a las dificultades relacionadas con la migración.

Estas variables repercuten sobre una pérdida de sensación de poder sobre sus entornos relacionales más próximos así como en una visión general sobre su existencia desesperanzada.

Esta descripción, a grandes rasgos, de una experiencia que he visto repetida en numerosas personas, remite a una vivencia muy ligada al entorno social, y que por tanto no encuentra un adecuado acomodo en las categorías diagnósticas clínicas habituales.

Si hablamos de “sufrimiento social” o “problemáticas psicosociales” necesitamos categorías sociales, o psicosociales para describirlas, y por tanto para poder trabajar sobre ellas.

Así pues, partiendo de la idea de diagnóstico fenomenológico que subraya la Terapia Gestalt, que no sólo se interesa por la valoración de los síntomas, el curso de la enfermedad, las características biológicas y los factores genéticos, sino por la impresión holística que el terapeuta obtiene de un paciente y su situación, creo que podemos profundizar en otros modos diagnósticos más amplios que nos permitan percibir a la persona en su contexto.

Por otro lado, el marco gestáltico de relación terapeútica establece que paciente y terapeuta, desde una relación horizontal y complementaria, exploran juntas el modo de ser y relacionarse con el mundo del paciente, tal y como recoge el documento “Competencias profesionales y estándares de calidad: competencias específicas de los terapeutas gestálticos” 

Esta  manera de entender la psicoterapia implica por tanto la co-construción de un proceso abierto que va enriqueciéndose a medida que avanza el tiempo y aumenta el nivel de consciencia entre ambas figuras.

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