Dejarse sentir la herida
Sobre la posibilidad de implicarnos en tiempos líquidos
“Al final del camino, me dirán:
-¿Has vivido? ¡Has amado?
Y yo, sin decir nada,
Abriré mi corazón lleno de nombres”.
(Pedro Casaldáliga)
“¿Por qué no estamos llorando?”, preguntó alguien al llegar a la casa donde se realizaba la comida. Bebíamos cerveza, comíamos botanas. Parecía un domingo como cualquiera, pero no lo era. Horas antes acababan de ser asesinadas cuarentainueve personas en un bar de Orlando, Florida. Todos nos habíamos enterado de alguna forma, pero en ese momento convivíamos como si se tratara de un domingo cualquiera. Días antes -¿qué importa cuántos?- los atentados en París. Días antes, el atentado en Bruselas. Días antes el atentado contra Charlie Hebdo. Días antes, Ayotzinapa y Tlatlaya. Días después, el atentado en la Universidad de Kenia. Días después, Oaxaca. Y Niza. Días antes, días después… y mientras tanto esa pregunta que quedó sin respuesta aquella tarde de domingo: ¿Por qué no estamos llorando?
Parto de esa pregunta, pero en cuanto la escribo elijo ponerla en singular, hacerme esa pregunta a mí mismo, aunque sabiendo que tú, probable lector, estás allá y lees. En primera persona, para que resuene en mí, para que no se vuelva aire, para que tenga ecos y me alcance, y me duela y me despierte: ¿Por qué no estoy llorando?
¿Cómo aprendí a tomar esa distancia que permite indignarme, conmoverme, rebelarme… durante unas cuantas horas o unos pocos días, para después volver a la vida de siempre, indemne, inalcanzable, igual? ¿Cuándo puse llave o alcé una barrera o me blindé el alma para no ser de verdad tocado? ¿Cuándo elegí mirar todo lo que pasa ante mí sin que me pase nada? ¿Cuándo aprendí a ponerme a salvo?
El mundo está allí. Los otros y las otras, que son mi mundo, están allí. ¿Dónde estoy yo respecto a ellos? ¿Qué lugar elijo tomar? No. Hay algo falso en lo que acabo de escribir, porque al decirlo así: “el mundo y los otros están allí”, pareciera que el mundo y los otros están frente a mí. Yo aquí y ellos allá. No es verdad. No están enfrente: yo estoy en ellos, como el pez en el agua. Envuelto en ellos, sumergido, inmerso.. Yo solo puedo ser en el mundo y con los otros. No hay escapatoria. “El otro no está frente a nosotros. Está ya en el aire que respiramos, en el acento de nuestras palabras, en los objetos que manipulamos, en todas nuestras acciones” (Garcés 2013 p.127) ¿Cómo hago entonces para fingir que están frente a mí, a una distancia que puedo controlar y manipular a mi antojo? ¿Cómo es que pongo distancia?
Ser espectador
Vivimos tiempos confusos, es cierto, pero eso no es novedad: “Le tocaron malos tiempos que vivir –escribió el abuelo Borges- como a todos los hombres”. Como a todos los hombres. Hoy, como nunca antes, tenemos acceso a todo lo que sucede en el mundo casi en el mismo momento en que ocurre a través de esa ventana múltiple que es la pantalla. Desde allí podemos observar y ser testigos –espectadores- de todo. Ahora, incluso podemos llevar esa ventana a donde vayamos. No salimos sin nuestra ventana portátil. Podemos olvidarlo todo menos a ella, y si no la llevamos o si se descargó su batería, o si no hay conexión, nos encontramos de pronto en una especie de limbo, de no-lugar, ajenos a lo que sucede sin nuestra mirada. Pero ser espectador del mundo no es igual que ser parte de él, que implicarse en él, que habitarlo.
Jorge Larrosa (2009) me recuerda que aunque casi todo pasa ante nuestros ojos, casi nada nos pasa, casi nada se vuelve experiencia, casi nada nos toca de verdad, casi nada deja en nosotros una marca, una herida, una huella. Casi nada nos convoca o nos transforma.
Acostumbrado a ver el mundo y a los otros a través de una pantalla, convertidos en imágenes y en pixeles, su realidad, su encarnación, ya no nos es accesible. Los cuerpos sin vida de los inmigrantes africanos tendidos sobre las playas de Europa -hombres, mujeres, niños- son sólo imágenes que se repiten en todos los medios, tanto, que se convierten en una especie de lugar común, de slogan vacío de sentido. Esos otros no son nuestros prójimos. Son una imagen que podemos hacer desaparecer con solo oprimir una tecla. Luego pasa algo aún más doloroso: las personas con las que nos cruzamos día a día: el niño que pide en una esquina, la mujer que amamanta a su hijo en la entrada del metro, el anciano sucio que dice incoherencias a unas puertas del consultorio, todos ellos, tampoco son ya nuestros prójimos. Es como si la mirada con la que observamos la pantalla –ese tipo de mirada- se desplazara hacia la realidad y volviera inalcanzables también a esos otros tan próximos. Aunque están allí con toda la realidad, la vulnerabilidad y el sufrimiento de su carne, se han convertido también en imágenes que no nos implican ni nos llaman. Como si entre ellos y nosotros hubiera, ya instalado para siempre, el vidrio transparente pero definitivo de una pantalla.
En palabras de Marina Garcés, “el mundo, convertido en imagen, deja de ser lo que hay entre nosotros, aquello que hacemos y transformamos juntos, para convertirse en algo que se nos ofrece sólo para ser mirado y acatado” (Garcés 2013 p.100) Me parece necesario no olvidar esa última palabra: acatado, es decir, obedecido. Porque como el poder quiere que creamos, “… no hay nada más que ver, nada escondido, no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice”. (Idem p.99) Y así nos deja impotentes, sumisos.
La mirada, que es una forma de tocarnos se convierte en un dispositivo que crea una distancia insalvable. Así, vemos al mundo y a los otros como algo que se nos ha puesto enfrente, allá, ante nosotros. Olvidamos que estamos envuelto en la carne del mundo, que nunca estamos frente a, sino en y con. Tristemente, nos hemos convertido en espectadores.
¿Y no será que llevamos también esa mirada que aleja al espacio íntimo del consultorio? Aún allí, en esa aparente cercanía, estamos lejos. Observo a ese otro que es mi paciente. Observo sus gestos y sus movimientos, escucho sus palabras, sus inflexiones, sus tonos, pero quizá nada de eso me alcanza de verdad. Hago pautamientos, describo, explico, “comprendo”. Pero, ¿me afecta? ¿Soy profundamente tocado por su humanidad, por su sufrimiento? ¿Su presencia me pone en duda, me inquieta, me hiere? ¿Cuántas veces pongo una barrera entre nosotros? Una barrera hecha de teorías, de técnicas, de libros, de teorías, de autores, de palabras sabias. No quiero decir que habría que hacer de lado nuestra teoría y nuestros conceptos, pues son lo que nos guía en el trabajo terapéutico, pero me parece que deberían estar en su lugar, es decir, en el fondo, para que desde ese fondo pueda surgir y nutrirse la figura central de nuestro trabajo: el otro y nuestro encuentro con él o ella.
Es que la teoría, las técnicas, pueden impedirnos estar del todo con nuestros pacientes cuando las ponemos en medio, tan densas a veces, que no vemos nada más. Y a veces me pregunto si no las usamos justo para eso: para poner distancia, para ocultarnos, para escondernos tras una trinchera de palabras por muy hermosas e interesantes que éstas sean. Y quedar a salvo, siempre a salvo.
Ser consumidor.
Ítalo Calvino escribió un libro extraño y hermoso donde se describen decenas de ciudades imposibles. Una de ellas, Leonia sigue dándome vueltas en la conciencia. En esa ciudad, los habitantes estrenan todo cada día, todo es nuevo, flamante, recién llegado. Abren sus refrigeradores nuevos, llenos de latas nuevas para comer en una vajilla nunca usada y con cubiertos relucientes una comida recién fabricada. Se acuestan en camas nuevas y se cubren con sábanas recién sacadas de sus empaques. Todo está inmaculado y hermoso, con ese aroma incomparable de lo nunca usado. Pero… (y en ese pero Calvino pone el dedo en la llaga) al mismo tiempo, la ciudad de Leonia está rodeada por montañas de desechos, a donde va a parar todo lo ya usado, todo lo que tiene que desecharse para hacer lugar a lo nuevo: “En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza”. (Calvino p.
Para ser siempre nueva, Leonia desecha, tira, intenta ignorar todo lo ya usado. Y bastará que un día un tenis viejo ruede por la inmensa montaña de desechos para provocar una avalancha que quizá sepulte a la ciudad.
Por supuesto, la ciudad creada por Calvino es un espejo despiadado de nuestro mundo. Poco a poco nos convertimos en Leonia. Somos, sobre todo, consumidores. Del mundo y de los otros. Consumidores. No solo vemos al mundo como un inmenso supermercado donde todo tiene precio, sino que también los otros, mis improbables prójimos, se han convertido en mercancías que se compran, se cambian, se coleccionan, se desechan.
Zygmunt Bauman (2005) nos advierte que en estos tiempos líquidos, como él les llama, incluso el amor se ha convertido en un contrato de compra-venta para el que no hace falta sino la habilidad del consumidor promedio para salir a flote. En este juego, es necesario evitar el compromiso, las relaciones a largo plazo, los vínculos profundos, pues todo eso me impediría tener acceso a nuevas relaciones y nuevos vínculos. Se trata de una ética –por llamarle de algún modo- del mercado y del desecho. Buscamos en el otro un disfrute inmediato, una satisfacción garantizada. Buscamos novedad (Somos habitantes de Leonia), pero además, buscamos que esta novedad de hoy no nos impida acceder a la novedad de mañana, quizá más divertida y con más posibilidades. Si creamos un vínculo profundo con alguien ¿no perdemos la posibilidad de encontrarme con otro alguien más nuevo? Igual que los objetos que se fabrican para durar poco y hacer lugar a sus nuevas versiones, construimos relaciones con fecha de caducidad. ¿Y si este otro no me satisface plenamente en un tiempo corto? Pues lo cambio por un nuevo modelo, ya que siempre hay posibilidades en el mercado. ¿Y si este vínculo tiene fallas y enfrenta obstáculos? Se cambia por otro ¿O es que tiene sentido reparar una cosa cuando se puede conseguir otra nueva?
En el fondo, dice Bauman, hemos dejado de vincularnos para sólo conectarnos. Una conexión es algo a lo que podemos acceder fácilmente, e igual de fácilmente podemos desconectarnos. Basta un clic, basta apagar, basta abrir la siguiente página. La conexión, por un lado, nos permite mantener el contacto a pesar de la distancia; pero al mismo tiempo nos garantiza que esa distancia se mantenga allí. Establecemos “(…) relaciones de bolsillo, que se pueden sacar en caso de necesidad, pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades del bolsillo cuando ya no son necesarias” (Bauman, 2005 p,8)
El otro es desechable, intercambiable, perecedero. Parece que muchas posibilidades se abren ante nosotros, hasta que nos damos cuenta que somos los otros de los otros, que también tú y yo somos una mercancía más, igual de desechables, de intercambiables, de perecederos. Así, los vínculos se tornan frágiles y pasajeros. La metáfora que cita Bauman es más que clara: “Cuando uno patina sobre hielo fino la única salvación es la velocidad. Cuando la calidad no da sostén, tenemos que buscar remedio en la cantidad (…) Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en una obligación (…) Y sobre todo, la fea incertidumbre y la insoportable confusión que supuestamente la velocidad ahuyentaría, aún sigue allí”. (ídem p.11)
¿Esta ética del consumo está en el espacio terapéutico? Creo que sí. No estoy hablando de la retribución económica que casi siempre es parte de nuestro trabajo. Hacemos un servicio profesional y cobramos por ello. Eso me parece claro. Me refiero a otra cosa: cuando en lugar de estar para el paciente construimos una relación donde el paciente está para nosotros, cuando lo convertimos en un medio. Entonces es el paciente quien llena mis vacíos, el que satisface mi necesidad de ser importante para alguien, de ser poderoso, de ser atractivo, de ser querido.
Ser a solas.
Nuestra existencia, dice Marina Garcés (2013 p.15), ha sido privatizada salvajemente. Vivimos un mundo sin dimensión común, donde el otro se erosiona, donde sólo nos vemos a nosotros mismos. Ocupados en cuidar lo nuestro, viendo a los demás como constantes amenazas, nos hemos quedado solos. Vidas autorreferentes, privatizadas, anestesiadas, inmunizadas. El ideal de nuestra época es ser hijos de nosotros mismos. No necesitar de nadie.
Me asomo por un rato a las frases que se suben a las redes. Frases “sabias” que hablan de desarrollo, de felicidad, de crecimiento, de amor. ¡Hay tanta soledad en ellas! ¡Tanta autosuficiencia! “La vida nos obliga a parirnos a nosotros mismos”, “Nadie llegará a quererme tanto como me quiero yo”, “Llevo mi medicina dentro, soy mi propia medicina”, “Me di cuenta que no nací para cuidar a nadie”, “Soy mi propio libro, me reescribo, me subrayo…”, “El encuentro con uno mismo transforma el alma”… también recuerdo a más de un paciente decir con cierto dolor que aún no ha aprendido que su felicidad depende de sí mismo y de nadie más. Leo aquellas frases, escucho a mis pacientes y siento un vacío en el pecho; siento, también, una tristeza extraña, una cierta soledad, una imposibilidad de alcanzarnos. Y es que no concibo el crecimiento, la alegría o el amor sin los otros, sin la mirada de los otros, sin su presencia, a veces inquietante y perturbadora. No. Me rebelo ante toda esa andanada de frases hechas. Yo fui parido, nutrido y cuidado por otra, por otros. Aprendo a quererme a través del amor que recibo. No puedo curarme solo. El cuidar de los demás es una responsabilidad ineludible. Mi libro es co-creado con otros, soy solamente su co-autor. Sólo el encuentro con otros me transforma. Mi felicidad siempre tiene que ver con la de los demás. “La vida en común es lo que hace posible una vida humana que no se basta nunca a sí misma. Es imposible ser sólo un individuo. Lo dice el cuerpo, el frío, el hambre, la marca del ombligo, nuestra voz con sus acentos”. (ídem p. 23)
En la actualidad, dice Byung-Chul Han (2014) en La Agonía del Eros, en este mundo de posibilidades ilimitadas, ya no es posible el amor ni el vínculo. Eros ha dejado de ser posible porque el otro ha desaparecido. Nos vemos a nosotros mismos y a nadie más; el mundo, la realidad, los otros se han convertido en superficies que reflejan nuestra imagen, infinitamente, hasta el hartazgo. Absortos en nuestra mismidad, todo deseo se vierte en nosotros mismos. “La mismidad no quiere otros espejos que no sean el suyo”, dice Carlos Skliar, y así, convertimos el entorno en un espejo. Como Han, pienso que la atracción global por las selfies es un síntoma curioso de nuestra época: dirigimos la cámara fotográfica hacia nosotros mismos, ignorando que a nuestro alrededor sucede la vida. Nuestro rostro, en primer plano, eclipsa el mundo. De tanto vernos ha desaparecido el otro. Y sin el otro no hay Eros ni vínculo, pues Eros es salida de nosotros mismos, Eros siempre se dirige al otro.
Implicarse.
¿Por qué no estoy llorando? Es la pregunta que me hago y de la que parten estas palabras. ¿Cómo hago para quedar a salvo de los otros, para no sentir la herida? Y mi intento de respuesta es éste: no estoy llorando porque me he vuelto espectador, porque me he convertido en consumidor, porque me invento la fantasía de ser sin el otro.
Es aquí donde nuestro enfoque –el enfoque Gestalt- es una respuesta creativa y arriesgada ante esta sociedad líquida y desvinculada, en la que, como dice Marina Garcés, hemos construido cómodas relaciones de indiferencia recíproca a las que llamamos tolerancia. La Gestalt es una pequeña y silenciosa rebelión, un intento por “interrumpir el sentido del mundo” (Garcés 2013, p.68). Ese sentido del mundo.
Porque en lugar de ser espectadores, distantes e inmunes al otro, nos propone ser afectados, implicarnos, tocar y dejarnos tocar, estar verdaderamente presentes, no frente al mundo y al otro, sino en y con; mancharnos, salpicarnos, ensuciarnos de otredad; dejarnos inquietar, conmover, y poner en duda.
Porque nos invita a una mirada estética, que es justo lo opuesto a la mirada consumidora. Mientras la mirada consumidora instrumentaliza lo que ve (incluyendo al otro) y lo convierte en mercancía y en posesión, la mirada estética es contemplativa, no acosa ni impone sino que deja ser, “con un desasimiento sereno”, dice Han, permitiendo demorarnos en lo que vemos sin intentar cambiarlo ni usarlo ni poseerlo. La mirada estética “exige de nosotros renuncia a nuestra figurada posición como centro. No es que dejemos de estar en el centro de nuestro mundo propio, sino que voluntariamente cedemos nuestro terreno…” (Bell en Han 2015 p.51) Nos retiramos para dejar espacio al otro.
Porque en lugar de autosuficiencia nos propone co-creación y nos recuerda que el tú y el yo nacen siempre del nosotros, que surgimos ante el otro y sólo en su mirada existimos. Ante esa autosuficiencia, dice Jean-Marie Delacroix “El ser humano es ser del otro, enfrente de otro, gracias a otro, por otro, para otro, con, contra. E incluso el contra es un con. Así halla su sentido de existencia y está allí para permitir que el otro halle su sentido de existencia”, (Delacroix 2008, p.78); Ante la fantasía de bastarnos a nosotros mismos, dice Jean-Marie Robine: “¡Es el otro quien tiene la llave! Sin el otro, no se abre nada. Sin el otro, no existe nada; sin el otro, la expresión no existe; sin el otro, no existe la palabra”. (Robine 2006, p.70) Lo escribo yo, que soy un aislado crónico, que suelo encerrarme en mí mismo, que tantas veces huyo de los demás. Nos guste o no, dependemos unos de otros. “Todos somos vidas precarias, es decir, insuficientes, pues no se bastan a sí mismas, se necesitan unas a otras” (Garcés p.42) Es así. Sin ir más lejos, escribo estas palabras a la luz de las palabras de otros. Estas palabras surgieron del encuentro con otras palabras, con palabras otras escritas por otros. Estas palabras son el eco de las palabras de Carlos Skliar, de Marina Garcés, de Byung-Chul Han, de Zygmunt Bauman, de Sylvie Schoch… pero además estás palabras no se agotan en mí sino que van dirigidas a alguien más, a ti, a otros, con la esperanza de que otra vez allí generen ecos, efectos, resonancias.
Implicarse, estar presentes con y para el otro, para nuestro paciente, en primer lugar, supone, según las palabras de Sylvie Schoch, Dejarse sentir la herida. No sé cuando leí esa frase por primera vez, pero sé que me dejó una huella. Dejarse sentir la herida. Antes de intentar entenderla me gustó su sonido, su poesía. Y se quedó en mí, esperando su momento.
¿Por qué es tan difícil esa forma de presencia? ¿Por qué la evito tan a menudo? Quizá porque habito una época que rehúye a toda forma de herida, o como dice Han, una época que rehúye a toda negatividad y que se complace, cada vez más, en una estética de lo liso y lo pulido, de lo fácil, de lo que no tiene ángulos ni resquebrajaduras ni asperezas, la estética del Iphone, del arte de Jeff Koons, de la depilación, de lo digital, de lo que se amolda y complace siempre (Han 2015).
Una de las propuestas más novedosas del enfoque Gestalt es la de partir de criterios estéticos para definir la salud y el crecimiento. “Nuestros fundadores han puesto la belleza en el corazón de la psicoterapia gestáltica”, dice Gianni Fracesetti (2013) “Nuestra naturaleza original es la belleza” dice Margherita Spagnuolo. El terapeuta, en su trabajo cotidiano, usa una mirada estética. ¿Pero a qué estética nos referimos? ¿A qué clase de belleza? Me parece que al ser estos dos conceptos centrales en nuestro modelo, vale la pena ahondar en ellos, revisarlos, cuestionarlos. La reflexión que hace Byung-Chul Han (2015) en La Salvación de lo Bello, me permite volver sobre esas ideas y reestructurarlas. Para él, la belleza no puede existir sin negatividad, sin silencio, sin herida, sin fragilidad, sin quebrantamiento, sin muerte. La estética de lo liso y lo pulido, con su exceso de positividad, nos anestesia y hace imposible la verdadera belleza. Nos acerca a lo lindo, a lo fácil, a lo inmediato; pero nada de eso es la belleza.
¿Cuántas propuestas actuales retoman esta estética de la positividad? La solución, dicen, está en las vidas pasadas o en los ángeles o en nuestros ancestros; la felicidad y el crecimiento dependen de nuestros decretos; si deseas algo de verdad “el universo conspira para volverlo real”; basta experimentar con alguna sustancia para derribar los límites de tu mente… y mucho más. Creo, por el contrario, que Eros, el encuentro con el otro siempre requiere negatividad, pues para hacer espacio al otro hace falta morir, en parte, para nosotros mismos. Eliminamos la negatividad de la herida. Vemos sin ver. Evitamos lo que nos vulnere. Y ver de verdad, implicarse, supone ser vulnerados.
La belleza nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad, de nuestra finitud, nos conmociona, nos sacude, nos derriba, nos pone fuera de nosotros mismos. La belleza requiere de sombras, de opacidad, de contemplación, de pausa. Nada de eso está en la inmediatez sin profundidad de lo bonito y lo fácil. “El corazón de lo bello está roto” dice Han, y esa breve frase me anda en el corazón desde hace días. Cierto. Cuando evoco momentos en que mi paciente y yo hemos creado juntos cierta belleza, muy rara vez o quizá nunca ha tenido que ver sólo con nuestra fuerza, nuestra destreza o nuestra perfección, por el contrario, rozamos esa belleza a partir de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra finitud. Es verdad que puedo sentirme conmovido por la fuerza o sabiduría de mi paciente, pero eso ocurre porque conozco su debilidad y su torpeza.
La Gestalt nos dice que crecemos y sanamos en la relación, en el encuentro vivo con el otro, lo que no hay que olvidar es que ese encuentro no ocurre sin resistencia y dificultad. En el fondo, nos encontramos desde la herida. El paciente llega a nosotros porque está herido. Posiblemente espera encontrarse con un terapeuta sabio, fuerte y completo. No es así. Lo que encontrará ante sí es a un ser humano con dudas, frágil e incompleto. Y dispuesto a co-crear un vínculo justamente desde esa fragilidad e incompletud. El paciente se hace preguntas para las que no tenemos respuesta, tiene miedo a lo que también tememos y un día dejará de existir como nosotros. Su herida evoca nuestra propia herida y desde allí nos encontramos Y ese encuentro no es liso, pulido o limpio, pues nada auténticamente humano lo es.
Quiero dejarme sentir la herida, porque sólo así puedo encontrarme de verdad con ese otro que sufre que es mi paciente. Quiero ser capaz de hacerlo sin confluir con él y confundirme. “Es un arte de la distancia ser capaz de encontrar la medida más justa de la proximidad”, (ídem p.94)
Podemos encontrarnos porque estamos heridos, porque somos finitos e inacabados. Finitos por estar inacabados. “… porque tenemos límites y podemos ser dañados, afectados, amados, acariciados, heridos, cuidados” (Garcés 2013 p.127)
Hoy, más que nunca, ante el individualismo feroz que nos obliga a ser sólo espectadores y consumidores, en el fondo indiferentes al destino de los otros, las palabras de Marina Garcés en Un Mundo Común, me cimbran y me conmocionan:
Ser es ser inacabado. Ser es ser continuado. Requiero de la mirada del otro para poder ser completado. Una sola vida no puede bastarse a sí misma. Ese inacabamiento nos desposee de toda inmunidad y toda autosuficiencia. Existir es depender. Esta idea sabotea todo intento de privatización de la existencia. Se refiere a la cara que no se ve, al otro con quien no habíamos contado, la espalda al descubierto, lo que hay en mí que no es mío. (ídem p.139-141)
Y es que lo que somos no está dentro de nosotros, como el individualismo quiere que creamos, sino afuera, en lo otro, en lo que amamos y nos conmueve, siempre más allá.
“¿Qué has amado hasta ahora realmente, qué ha atraído tu alma, qué la ha dominado y hecho, a la vez, feliz? Haz que desfile ante ti la serie de estos objetos venerados y tal vez su naturaleza y el orden de su sucesión te revelarán la ley fundamental de tu ser”. (Nietzche en Garcés 2013 p. 146)
Aún no sé cómo, pero sé que quiero ser ese terapeuta y ese ser humano. Ese: el que se implica y se mancha y se muere un poco cada vez; el que se niega a ser un simple espectador y mantenerse a salvo; el que se rebela contra el hacer del otro una mercancía que le complazca; el que sabe que no hay afuera, que vivimos siempre en las manos de los otros, atrapados en las manos de los otros, así nacimos, así moriremos, sin escapatoria; el que se sabe siempre en el mundo y con los otros; el que se implica con todas sus consecuencias; el que, en última instancia, se deja sentir la herida.
Referencias
- Bauman, Zygmunt (2005) Amor Líquido: Acerca de la Fragilidad de los Vínculos Humanos. España. FCE
- Calvino, Italo (1980) Las Ciudades Invisibles. España. Siruela.
- Delacroix, Jean Marie. (2010, Verano) La Terapia Gestalt en Situación Grupal: una Estética en Movimiento. Revista Figura Fondo No. 28. México. IHPG
- Francesetti, Gianni (2013, Primavera) El Dolor y la Belleza. Revista Figura-Fondo no.33 México. IHPG
- Garcés, Marina (2013) Un Mundo Común. España. Bellaterra.
- Han, Byung-Chul (2014) La Agonía del Eros. España. Herder
- Han, Byung-Chul (2015) La Salvación de lo Bello. España. Herder
- Larrosa Jorge, Skliar, Carlos (2009) Experiencia y Alteridad en Educación. Argentina. FLACSO. Homo Sapiens
- Robine, Jean Marie. (2010, Primavera) La Psicoterapia como Estética. Revista Figura-Fondo No. 27 México. IHPG
- Schoch de Neufron, Sylvie. (2000) La Relación Dialogal en Terapia Gestalt. España. Los Libros del CTP.
Imagen cedida por: Israel Guiot